La pequeña alhambra valenciana

Josep Vicent Lerma

Josep Vicent Lerma

PEl título de este ligero artículo de opinión veraniego podrá hacer creer a los avezados lectores de Levante-El Mercantil Valenciano que está consagrado al neomudéjar Palacio de los Condes de Cervellón de la localidad valenciana de Anna (Canal de Navarrés), pero lo cierto y verdad es que no, el objeto del mismo es el extraordinario descubrimiento de un ignoto palacio de la Mil y Una Noches revelado por las excavaciones en el patio trasero del Palau de Valeriola de la calle del Mar de València, dado a conocer al público por la arqueóloga Tina Herreros en el marco de las Jornadas “Orígenes de la Azulejería Valenciana”, organizadas por el Museo Nacional de Cerámica “González Martí” el pasado 19 de junio y que los interesados en el bimilenario devenir de nuestra ciudad pueden volver a disfrutar en el enlace https://www.youtube.com/watch?v=EvvH5scV_Hs .

Feliz circunstancia que nos ahorra volver a repetir lo allí dicho y que en cambio abre la puerta a la reflexión compartida sobre el pormenor de que desde el principio los excavadores adoptaran coloquialmente la denominación de “Alhambra Valenciana” para las construcciones palatinas descubiertas, caracterizadas por una compleja estructura de patio central descubierto, bioclimáticamente orientado en sentido Norte-Sur, con celestiales fuentes estrelladas contrapuestas, formadas por dos cuadrados secantes, de azulejos esmaltados monocromos de diferentes colores, separadas por una alberca intermedia también de alizares, por las que discurría el agua vital canalizada en atarjeas, entre arriates de vegetación mediterránea y ello porque tales edificaciones evocadoras del Paraíso islámico en la tierra, irremediablemente remiten en nuestro imaginario colectivo a los palacios nazaríes de la Alhambra de Granada, Patrimonio de la Humanidad desde 1984.

Refinadas arquitecturas del agua entre las que apenas podemos encontrar paralelos formales de sus ricos alicatados cerámicos en una de las dos casas granadinas de la calle Real Alta de la medina, con alberca perfilada por losetas de barro cocido vidriadas de colores de larga tradición andalusí blanco, verde y negro o en los baños árabes bajomedievales del castillo de Salobreña, con pavimentos recubiertos de azulejos esmaltados claros y oscuros alternos.

Maravilla arquitectónica que desde el punto de vista académico de la Historia del Arte no deja de interpelar al rompecabezas intelectivo que supone aún el establecimiento del preciso momento histórico del insólito nacimiento en la mediterránea urbe valenciana de tan sofisticado lenguaje edificatorio áulico y su prelación, cuyos códigos geométricos y secretos de alarife originales parecen encontrarse entre los primeros constructores de los pabellones regios de la dinastía nazarita, en la roja colina de la Sabika granadina, cuando no en la reelaboración de los mismos en otros poderosos focos mudéjares de la Península Ibérica.

Ensoñación de una cálida noche de verano, en la que finalmente puestos a fabular despiertos al hacendado titular de una tal mansión paradisíaca no puede pasarse por alto, a modo de hipótesis, el hecho de que en la segunda mitad del siglo XIII, en la olvidada Judería de la capital del Reino de València ya existieron adelantados y prohombres de fabulosas riquezas como el financiero del rey Jaime I Yehudá de la Cavallería, también Baile de la ciudad en el año 1276 o el posterior plutócrata cortesano judío Jafuda Alatzar.