Visiones y visitas

La pérfida albión

Juan Vicente Yago

Juan Vicente Yago

La pérfida Albión abandonó Europa, y estuvo siempre a la vista que no quiso nunca pertenecer del todo a la Unión; por eso fue tan ridículo el desconcierto de los que se fingieron sorprendidos. Había entrado a contrapelo, movida quizá por el miedo a perder comba si, como pareció en su momento, empezaba una época nueva. Pero entró sin desprenderse del proverbial recelo hacia el continente, demostrado en la conservación de la libra esterlina y la circulación por la izquierda, en su carácter excepcionalista y en su voluntad permanente de britanizar Europa. Pronto comprobó, sin embargo, que la europeizaban —y que no conociera también los planes de Rusia—, de modo que volvió en sí con la mayor celeridad. Está, pues, donde siempre ha estado, a despecho de los ingenuos o ignorantes que alguna vez la vieron europea; los ingenuos por ingenuos, y los ignorantes por no saber que fue bautizada, ya en el siglo xviii, en el poema L’ere des Français, de Augustin Louis Marie de Ximénès, de Albión por la blancura de los acantilados, y de pérfida por pérfida. Yo tampoco sabía lo de Albión, pero lo de pérfida sería estúpido que usted o yo lo negáramos, como estúpido sería negar que las penurias actuales de la Bretañona se deben al brexit. La pérfida Albión sufre las consecuencias de su divorcio continental, si bien las tenía previstas y aceptadas, y no la llevarán jamás a replantearse nada. La isla pérfida, rica o pobre, pujante o decadente, navega por su cuenta, incitando a otras naciones que misteriosamente comparten la británica perfidia sin acantilados albos o a lo mejor con ellos; la perfidia entendida como empeño en seguir siendo tan peculiares como siempre, tan individualistas e independentistas como hace siglos a pesar de que la humanidad entera se mueve hacia el rebajamiento —cuando no la completa eliminación— de las fronteras. Es como un objetivo que no lograron en su momento y del que sólo ha quedado un prurito grotesco por extemporáneo, aunque patológicamente acuciante. Albión la pérfida no tiene un pelo de tonta, y no le faltan seguidores. Albión lleva su perfidia por los mares que quiere, con su libra devaluada y su derecha en la izquierda, y no se le da un boniato de Putin y sus invasiones, de Ucrania y sus peticiones ni de la Europona y sus confusiones. Enviará tanques y mantendrá su presencia en todo, pero en sí misma, desde sí misma y para sí misma. La pérfida Albión, además de pérfida y de Albión, es muy suya, y este sesgo puñetero suscita imitadores, regiones fantásticas de la mitología perfidoalbionista que difieren de su madrastra en que la tremenda torpeza de Inglaterra, su estrambótica extemporaneidad y su empalagosa extravagancia tienen una base monárquica y estatal que las otras nunca tuvieron. En cualquier caso, el perfidoalbionismo es un rasgo psicológico anticuado, una idiosincrasia discordante, fuera de tiempo y de lugar en el siglo XXI. El mundo ha empequeñecido; el tiempo de las fronteras acaba; y las identidades nacionales van siendo cada vez más unos postizos añadidos al único país existente, que no es otro que la humanidad.