Visiones y visitas

Tomados por tontos

Juan Vicente Yago

Juan Vicente Yago

Quiere uno pensar que los genios, los expertos, los gurús de la publicidad personalizan los anuncios en función del tipo de cliente al que se dirigen. Sólo así se sostiene la consoladora idea de que no nos toman por tontos a todos; de que no fabrican para todos el anuncio del palurdo que se ufana de serlo y encima pretenden que sintamos algún tipo de identificación, conexión o intersección con él; de que la broma, la burla, el boñigote publicitario es un engañabobos que se dirige a los bobos considerados en su peculiaridad, su singularidad y su no tener nada que ver con otros colectivos, que no es lo mismo que considerarnos bobos a todos. Pero piensa uno esto porque quiere, como acaba de afirmarse; porque quiere pensarlo con un querer que casi es más no querer ver o mirar para otro lado, ya que todo en la publicidad contemporánea sugiere lo contrario, lo inquietante y lo nefasto, a saber: que nos toman a todos por tontos; que nos presumen llegados a la estolidez suprema y al papamosquismo rabioso, a la credulidad ilimitada y a una dramática falta de criterio; que somos a sus ojos como indígenas obnubilados u obnubilables con simples cuentas de vidrio; que firmaríamos todos una hipoteca con un banco desconocido. El insulto a la inteligencia es la técnica publicitaria del momento, una simplificación desaforada que puede causar más pérdidas que beneficios. En el mundillo de las ventas hay o había varios tabús elementales, varios abusos que no se deben o debían cometer so pena de un rechazo frontal por parte del cliente. Uno es o era el de vender cajas vacías, que viene a ser algo así como atribuir al producto cualidades que no tiene; y otro es o era el de presuponer al mercado como una masa uniforme cuya uniformidad está, nada más y nada menos, en la estupidez. Hoy han desaparecido esos tabús. Y sin embargo quiere uno pensar, contra toda evidencia, que no es así; que hay anuncios para tontos y anuncios para listos; que no nos echan a todos en el mismo saco. Es quizá un defecto de perspectiva, un idealismo indisciplinado que conserva uno aunque le deforme la realidad y que le hace saltar cuando ve de nuevo ese anuncio, esos anuncios que son escarnios más que anuncios, que son auténticas ofensas a la inteligencia. Salta uno porque, ya sobre aviso, los analiza por si descubre algún elemento que indique diferenciación, algún detalle menor que muestre una voluntad selectiva en los comerciantes o en las agencias de publicidad, y no ve nada. No hay consuelo posible. No hay agarradero. El anuncio, la befa, la candonga, el horrible sarcasmo publicitario no contempla ninguna excepción. Si alguien, a causa de su amor propio, alimentaba una esperanza firme o residual, berroqueña o delicada en este sentido, le invito a ver ese anuncio, esos anuncios, a perder toda esperanza y a compartir mi desengaño. No lo haría si no estuviese totalmente seguro, si no hubiesen caído sobre las carnes de mi propio pundonor los zurriagazos del desprecio indiscriminado, del ultraje a discreción y del cinismo intenso que destilan los gags —porque los anuncios esán viniendo a ser gags— promocionales de ciertas mercancías. Nos toman por tontos. Nos consideran tontos a todos. Y lo peor es que pueden alegar, en su defensa, el efecto inercial de la desorbitada cifra de tontos que va teniendo la sociedad, esa fuerza generalizadora que se deriva del hecho de ser tantos. No puede negarse que cuando los publicistas observan la población es muy probable que sólo vean tontos; que vean una turba ingente, compacta, homogénea de ignorantes y no distingan las excepciones. En la rebelión de las masas el bosque no deja ver los árboles, y los que nadan contra la corriente nihilista y gregarizante, contra el relativismo y contra la unidad en la vulgaridad quedan ocultos tras la espesura, bajo la maraña de la corrección política y la hojarasca de los lugares comunes.