No hagan olas

Guerras falsarias y manipulación periodística

Juan Lagardera

Juan Lagardera

Nada mejor para comprender la importancia de la información que esta nueva guerra en la vieja Palestina. El episodio del mortífero misil sobre el hospital cristiano baptista de Al Ahli, de oscura procedencia, ha dejado en evidencia las tácticas de unos y otros para desinformar a la opinión pública. Nada nuevo, sobre todo en Oriente Medio, acostumbrados a mil y una batallas desde los tiempos bíblicos, donde vale tanto la fuerza como las trampas, donde arrecian los mitos guerreros en los que el débil es capaz de vencer al más fuerte, como el rey israelita David, quien derrotó a los filisteos, o como hiciera algo más al norte el sagaz Ulises con su caballo de madera para conseguir con ese ardid cruzar las infranqueables murallas de Troya.

Siempre ha sido así en la casuística bélica. No hace falta leer al chino Sun Tzu para saber que en el «arte» de la guerra vale tanto la fuerza como la inteligencia. Esta última se ha servido desde tiempos inmemoriales de la propaganda y el engaño a través de la misma. Así que no nos debe extrañar la utilización artera de relatos confusos e imágenes manipuladas. Téngase en cuenta que el periodismo moderno empezó con los corresponsales de guerra que transformaron en cronistas a los primitivos diarios de avisos, dedicados a dar cuenta de las novedades del mundo moderno entonces naciente a lo largo sobre todo del siglo XIX.

Sería con la Primera Guerra Mundial cuando los aparatos de propaganda de las potencias se hicieron notar de una manera sistemática. La manipulación informativa alcanzó su cénit. Se enalteció a las masas con consignas ultrapatrióticas, con insultos a las poblaciones enemigas, se puso en marcha la censura y fue constante el uso de la mentira y el escarnio como un arma más de la contienda. La difusión del odio y el terror entre la población civil fue una más de las estrategias militares utilizadas por los respectivos estados mayores.

Apenas dos décadas después lo vivieron los españoles en sus propias carnes durante la guerra civil, cuyos combates arreciaban desde las oficinas de prensa, incluido todo un Ministerio que se llamó de Propaganda y que, por cierto, tuvo su sede durante la capitalidad valenciana en el actual edificio de Bancaja, obra del arquitecto Antonio Gómez Davó, parcialmente desfigurado en su interior tras su moderna reforma.

Algunas imágenes de aquella fratricida contienda, convertidas en iconos ideológicos, se han mostrado como manipuladas o, al menos, existe una enorme controversia sobre las mismas, como la del miliciano abatido tomada por el legendario Robert Capa en 1936, una foto que sería portada de la revista Life y que se terminaría convirtiendo en símbolo de la lucha republicana.

Otro estadounidense, Edward S. Curtis, famoso por sus «realistas» fotografías de indios norteamericanos, confesaría sus trucos y manipulaciones años después de su monumental obra llevada a cabo entre los nativos en el primer tercio del siglo XX. Los indios de Curtis se maquillaban y posaban para sus instantáneas. No eran falsas, pero congelaban una imagen poco real y hacían creer lo contrario al expresar una naturalidad impostada.

Otra foto que hizo cambiar el curso propagandístico de la guerra es la famosa ejecución de Saigón, tomada en 1968, en la que se ve a un general de la policía sudvietnamita disparando en la sien a un prisionero del Vietcong comunista. La escalofriante imagen impactó de tal manera en la sociedad americana que marcó el declive reputacional de las operaciones militares del ejército USA, que no pudo vencer la batalla mediática y social que se desató contra su presencia en la exCochinchina francesa. Los reportajes posteriores hablan de un supuesto arrepentimiento del operador que tomó las instantáneas, Eddie Adams, quien ganaría el Pulitzer un año después con aquella fotografía. «Las fotos –afirmaría Adams, en plena depresión por los efectos de su trabajo– son las armas más poderosas del mundo. La gente las cree, pero las fotos también mienten, aun cuando no estén manipuladas. Son sólo medias verdades».

Esto era en tiempos de la fotografía. Ahora imaginemos lo que ocurre en nuestros días, tras la llegada de la telefonía móvil, internet, las redes sociales y la inteligencia artificial. Lo hemos visto recientemente en la guerra de Ucrania. Hay una película llamada Donbass que pudo verse en el festival de Cannes de 2018, en uno de cuyos episodios se narra la utilización de un grupo de figurantes para simular a víctimas de un bombardeo. Y hemos comprobado, también, las mentiras y manipulaciones de ambos bandos, buscando siempre la propaganda, la victimización propia y la demonización del enemigo.

Como era de esperar, el regreso a las hostilidades en Oriente Medio ha venido de la mano de una sobrecarga emocional gestionada por imágenes e informaciones tan impactantes como confusas. Hemos visto a Netanyahu anunciar en vídeo «real» el lanzamiento de una inminente bomba atómica sobre Gaza, al propio ejército israelí manipulando imágenes y conversaciones, o a un mismo niño palestino en brazos de tres personas distintas en tres medios internacionales diferentes. La guerra de las imágenes que ya nos mostraron crudamente las ejecuciones a cuchillo del Isis en la no muy lejana Siria.

Dicen que fue Esquilo, el autor de Prometeo encadenado, mito preferido de Blasco Ibáñez, quien acuñó la célebre frase «la primera víctima de la guerra es la verdad». No lo sabemos. Tal vez se lo oyó a algún egipcio o a uno de los persas contra los que luchó. Pero lo cierto es que, cada vez más, a día de hoy, se hace necesaria una reflexión rigurosa sobre la necesidad de encontrar una información veraz y contrastada sobre los acontecimientos del mundo. A esa tarea debería encomendarse una verdadera democracia.

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