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Cuento de Navidad

Árbol de navidad

Árbol de navidad

Susana Fortes

Susana Fortes

Nunca había oído hablar de Dora Ferré. Ni idea. Supe de ella por primera vez hace algunos años, una de esas tardes de invierno gallego en que mi padre nos contó una anécdota familiar. Lo último que podía imaginar es que acabaría encontrándomela en Valencia.

La historia como casi todas las que vienen de la infancia tenía que ver con un tesoro escondido y peligroso. En este caso un libro titulado Fango en el oro. Su autora, Dora Ferré. Cuando mi padre tendría diez u once años, posguerra pura y dura, mientras hurgaba en la despensa de la cocina, descubrió que había una especie de trampilla adosada al muro de piedra. Al abrirla, se quedó con la boca abierta. No estaba soñando. Lo que había allí era centenares de libros. Todos llevaban el sello de la Sociedad de agricultores y ganaderos de Caroi, una aldea de montaña donde aún se acostumbraba a domar los caballos salvajes como en el Oeste. Salvo un diccionario, un Quijote y algún que otro libro de exploraciones científicas, la mayoría pertenecía a una colección que llevaba por lema La Novela Ideal estampado en la parte superior, sobre una cinta ondulada con los colores de la bandera republicana. Se trataba de una publicación de tendencia anarquista que en los buenos tiempos llegó a alcanzar tiradas de más de 50.000 ejemplares, que ya nos gustaría a más de una. Muchas mujeres de entonces, entre ellas mi abuela Nina y sus hermanas, aprendieron los rudimentos de la lucha de clases en aquellas novelitas románticas.

Para mi padre el hallazgo fue un botín más suculento que la onza de chocolate que andaba buscando. La lectura lo dejó conmocionado por el brío insurgente, pero sobre todo por las escenas eróticas, imposibles de imaginar en la España soporífera del nacional catolicismo. Aunque la alegría le duró poco. En aquella casa de vaqueras curtidas, la clandestinidad se llevaba a rajatabla.

Lo que mi padre había descubierto era la biblioteca de la Casa del Pueblo, ni más ni menos. Mi bisabuelo, que había sido su secretario, la rescató una noche para evitar que fuera quemada por los falangistas. Cuando aquellas mujeres vieron que había quedado descubierto el polvorín de los libros prohibidos, pusieron cara de que allí iba a arder Troya.

Que el niño hubiera leído unas escenas más o menos subidas de tono les traía sin cuidado. El problema era la Guardia Civil. Había que hacer desaparecer el botín, le dijeron, «porque si no, nos van a fusilar a todos otra vez». La frase se le quedó grabada a mi padre precisamente por lo de «otra vez». No sabía que hubieran sido fusilados ya en alguna otra ocasión. Pero lo peor fue quedarse en la estacada, sin saber el desenlace que le aguardaba a la joven Marina, protagonista del relato. Y con esa incertidumbre vivió toda su vida.

El otro sábado andaba yo de caza por las librerías de viejo de Valencia que es uno de mis deportes favoritos de otoño-invierno. Las de la calle Sant Ferran no tienen nada que envidiarle a las de Charing Cross Road. Mientras rebuscaba entre los anaqueles atiborrados, descubrí con un estremecimiento de emoción: Fango en el oro, de Dora Ferré, con tapa blanda y formato de revista, en la edición de 1931, impresa en la Ronda de Guinardó. Sentada en la terraza del Rialto me puse a leer delante de una cerveza y un platito de almendras tostadas como quien se detiene ante uno de esos portales del tiempo que al tocarlos desprenden un polvillo de hadas que se parece bastante a la felicidad. Pasado un cuarto de hora cerré el libro con media sonrisa melancólica, tras confirmar que era una novela deliciosa y entrañablemente mala. Pero como decía Virginia Woolf : «Los libros de segunda mano son libros salvajes, libros sin hogar que se han reunido en grandes bandadas y tienen un encanto del que carecen los volúmenes domesticados de la biblioteca».

Dora Ferré fue una escritora, hoy olvidada —como lo seremos todos o casi todos—, y esa novela, que conseguí recuperar por 5 euros —todavía tiene impreso el precio original, 15 céntimos—, la empezó a leer mi padre cuando era un crío de pantalón corto, y por fin esta navidad va a poder terminarla. Setenta y ocho años después. Ya ven. A ustedes les parecerá poca cosa tal como pintan los telediarios. Pero a veces son estas geometrías puras de la vida las que, por un momento, salvan el mundo. O al menos lo hacen más habitable.