Atalaya

Del ‘trenet’ al metro

Vicente Gorgues

Vicente Gorgues

Son las 7.23 de la mañana; como cada día el metro se aproxima a la estación de l’Eliana. Todavía es de noche. Hace un fresco matinal agradable. El gusano de luz llega hasta un andén que tuvo que levantarse cuando el viejo ‘trenet’ mutó en metro. A esas horas va repleto de universitarios. Nuestro futuro, mayoritariamente, viaja en transporte público. En el departamento del vagón en el que me siento doce personas van mirando el móvil y una joven va leyendo un libro en papel; parece un milagro.

Al poco de subir escucho: “Proxim baixador, Montesol. Cal sol·licitar parada per a baixar”. En ese momento pienso que cuando iba de pequeño en el ‘trenet’ el valenciano se escuchaba más. Ahora el castellano y el inglés le han ganado terreno con el aplauso de los que quieren desterrarlo para siempre. El metro avanza; miro por la ventanilla y con las primeras luces del día observo el bosque de la Vallesa, un gran pulmón para Valencia. Me preocupa el estado de este pinar, con muchísima maleza y pinos que necesitarían ser podados y clareados para evitar que la zona se convierta en un polvorín. Los pasajeros van en silencio. Algunos jóvenes suben con patinetes; se mueven de forma muy distinta a como lo hacíamos nosotros.

Llegamos a La Cañada, una zona residencial con chalets apiñados. Observo por la ventanilla algún algarrobo, resto testimonial de ‘garroferes’ que poblaban el secano. El siguiente destino es el polígono de la Fuente del Jarro, antigua Font del gerro. En mi cabeza se proyectan las imágenes de aquel ‘trenet’ verde, un poco cabezón, con ventanillas y asientos de madera, luces que con el traqueteo se encendían y apagaban en portalámparas que parecían supositorios y suelo a través de cuyas rendijas se veían las traveseras de las vías. La fisonomía de esta estación de niño me llamaba la atención con sus arcos y la cantina. Aquí rememoro al jefe de estación con gorra roja, tocando una campana, el revisor desde el tren pitando con su silbato para que el maquinista arrancara la vieja locomotora. Continuamos en medio de un apelotonamiento de horrorosas naves industriales, centenares de coches aparcados, tráileres que van y vienen, hierros amontonados, aceras sucias de aceite, camionetas, torres de luz y cables. Me cuesta imaginar que aquí hubiera un manantial al que los paterneros acudían en peregrinación en festividades especiales. En mi cabeza resuena la deshumanización de la modernidad retratada magistralmente por Federico García Lorca en sus poemas de Poeta en Nueva York.

El metro sigue en dirección a Santa Rita, barrio dormitorio de Paterna con una gran densidad de población que nunca conoció el antiguo ‘trenet’. En Paterna, a duras penas, entre edificios, se observa tímidamente la vieja Torre del Reloj que se imponía majestuosa antaño. Llegamos a Campament; aquí ya no suben reclutas con su petate, ni sargentos, ni cabos. La estación de ladrillos permanece, pero los viajeros nada tienen que ver con aquellos tiempos. El metro va a rebosar, no estaría mal aumentar su frecuencia. En Benimàmet la modernidad ha horadado la tierra por donde el metro se esconde para volver a la superficie en Cantereria, la estación prefabricada que ahí sigue rompiendo cualquier estética. Llegamos a Empalme, donde debo realizar trasbordo. Esta estación «moderna» reparte juego con el movimiento de vías a los metros procedentes de Bétera, Montcada y Llíria. Desde las cristaleras se divisan los rascacielos cercanos que anuncian la ciudad. Los viajeros que siguen hacia València se adentran en metros atestados de gente por las tripas de la urbe. Ya nada queda de la fábrica de Cementos Turia que daba al entorno un tono gris y polvoriento.

Subo al metro dirección Seminari. Al pasar por Burjassot me imagino a Vicent Andrés Estellés bajando en la estación, dispuesto a teclear sus versos en valenciano en la vieja máquina de escribir. En la siguiente estación, Godella y Burjassot se confunden. Desde la ventanilla, al pasar más allá de Godella, todavía disfruto del milagro de la huerta trabajada que a esas primeras horas matinales ofrece una belleza especial. En Rocafort observo la torre de Villa Amparo y veo la sombra de Antonio Machado mirando, meditando y escribiendo. ¿Qué pensaría de la España actual?, me pregunto. Después de cuarenta minutos, incluido el transbordo, llego a la parada de Seminari. Aquí el metro se vacía: colegiales, universitarios y profesores abandonan sus entrañas y se encaminan, un día más, a sus tareas académicas. Salgo del convoy y en mi cabeza ‘trenet’ y metro se confunden.