Punto y aparte

Verde

Ángel López García-Molins

Ángel López García-Molins

Un clásico de las clases de traducción que imparto en la UV es pedirles a mis alumnos extranjeros (que son bastantes, gracias a Erasmus) que traduzcan a su idioma la expresión «ha contado un chiste verde». Los resultados son sorprendentes porque no sale el equivalente de la palabra «verde», sino que la traducen por algún término referente a la suciedad: «He told a dirty joke», «Er erzählte einen schmutzigen Witz», «Ha raccontato una barzelletta sporca», «il a raconté une sale blague», etc. Últimamente los alumnos cada vez son más exóticos, pero la prueba del algodón sigue dando el mismo resultado: «chiste verde» lo traducen en ruso por «gryaznuyu (»sucio») shutku», en chino por «huángsè (»sucio») xiàohuà», y así sucesivamente. La forma de hablar del español es una rareza, en la que le acompaña el catalán «acudit verd», pero no el gallego «broma sucia» ni el vasco «txiste zikin». Como ven, en clase de traducción nos lo pasamos bomba. Anímense.

El problema es que cuando sales de clase te encuentras con otras aplicaciones de la palabra «verde» todavía más incomprensibles. Ya estábamos traumatizados con todo aquel rollo publicitario del gobierno del Botànic y su manía de decir que València era la ciutat verda, lo cual consistía en que talaban árboles como locos dejando los alcorques cementados, transformaban la plaza del Ayuntamiento en un erial del que sobresalían unos ridículos macetones (verdes, eso sí) y convertían las grandes vías en una autopista urbana con un índice de contaminación superior al de las avenidas de las grandes ciudades del mundo. Daba la impresión de que ese gobierno municipal solo tenía de botánico el nombre.

Bueno, pues ahora resulta que todo es manifiestamente empeorable. Los nuevos nos han salido tan poco ecologistas (o sea «verdes») como los antiguos –unos y otros coincidieron en apoyar la ampliación irresponsable del puerto de Valencia–, pero además lo adornan con declaraciones de juzgado de guardia. Como saben, un concejal de la Albufera sostiene tan ufano que lo del cambio climático es mentira, una especie de parábola que cuentan los profetas de la «religión climática» [sic]. Que se lo digan a los agricultores valencianos que llevan casi dos años padeciendo una sequía de dimensiones bíblicas, algo así como la del cuerno de África, pero en el Mediterráneo. Va una anécdota. Soy aficionado al senderismo y desde adolescente vengo haciendo cada mes de agosto una excursión a la falda de Monte Perdido, en el Pirineo aragonés. Año tras año me hicieron fotos y las conservo en un album por orden cronológico. Pues bien, constituyen la historia gráfica privada de un desastre ambiental sin paliativos: mientras cada año yo voy siendo un poco más viejo, lo que tengo detrás, el inmenso glaciar del pico más alto del parque nacional de Ordesa, ha visto retroceder su masa de hielo, hasta que el verano pasado no quedaba prácticamente nada. Así que no me vengan con cuentos: el cambio climático es una verdad como un templo y nuestro planeta no tardará en escupirnos como lo que somos, una especie depredadora.

Mientras tanto nos evadimos practicando turismo «verde» (que no es el turismo picante precisamente). El tráfico aéreo ya es más intenso que antes de la pandemia porque cada quisque sale hacia destinos exóticos contaminando como un poseso. Menos mal que una agencia nos propone turismo sostenible sin salir de España. Se les ha ocurrido publicitar el turismo de aerogeneradores, el cual consiste en recorrer con una furgoneta los montes cercanos donde se alzan cientos de esos monstruos de metal. Y nadie dice nada. Si acaso, se burlan de los creyentes que profesamos la llamada religión climática. Hasta que el infierno del calor y de la sequedad se nos trague a todos. Incluidos ilustres herejes como Trump, Bolsonaro y, al parecer, cierto concejal valenciano.