No hagan olas

¿Dónde están los límites del nacionalismo?

Juan Lagardera

Juan Lagardera

El retroceso electoral del Partido Socialista en los comicios gallegos a costa, probablemente, de un voto joven que se ha decantado por la oferta nacionalista de izquierdas del Bloque Galego, ha disparado las alarmas en el seno de la formación que gobierna –por los pelos–, en la administración central del Reino de España. La misma deriva podría darse en apenas dos meses en las elecciones vascas, donde es probable que tanto el PNV como Bildu aglutinen los votos a centroderecha e izquierda, encuadrados ambos en la coordenada nacionalista. Lo contrario se vaticina para las catalanas, donde la filial del PSOE, el autónomo PSC lidera las encuestas y se apodera de la práctica totalidad de las papeletas moderadas y críticas con la inmersión nacionalista que no hace tanto se agrupaban en torno a Ciudadanos.

Como se puede comprobar, son dos las dinámicas políticas que atañen al proyecto de los socialdemócratas españoles, en función del territorio donde actúan y de las secuencias históricas a las que se ven abocados. El dualismo político, sin embargo, no es nuevo en el PSOE ni en la política española. Tiene que ver con la naturaleza de los nacionalismos periféricos de nuestro país que, como en el resto de Europa, empezaron siendo promovidos por burguesías locales conservadoras que ante el inmovilismo de la monarquía alfonsina y, más tarde, la represión franquista, fueron radicalizándose, de tal suerte que durante el último tercio del siglo XX surgen tendencias de izquierda en el seno de la teoría nacionalista. Llegados a los albores de la transición, el mismo Joan Fuster, que tanto leía a Josep Pla en catalán como a Karl Marx en castellano, dirá aquello de «el País Valencià será d’esquerres o no será». No hacía ni cuatro décadas que el cóctel de nacionalismo y socialismo había degenerado en un partido exterminador germanófilo.

La convivencia entre estos dos mundos no es fácil. El socialismo, en especial el democrático que nos atañe, por su esencia universalista e igualitaria, así como la democracia cristiana por su vocación humanística resultan dos corrientes políticas capaces de entender y hasta de gobernar con postulados ideológicos diferentes a los suyos. Es el nacionalismo, en cambio, el que se coaliga con dificultades con los otros, con lo distinto. Lo hace, en cualquier caso, de modo táctico, a la espera de sentirse lo suficientemente capaz y poderoso para deshacerse de los vínculos que le maniatan a otro estado por más plural que este sea, dado que su objetivo no es compartir sino hacer posible el sueño de su propio mundo sin servidumbres.

En cambio, antes del éxito cultural del nacionalismo entre la burguesía europea del siglo XIX, los países o los imperios multinacionales eran moneda frecuente en Europa, y existían también ciudades libres donde coexistían –no siempre amablemente, todo hay que decirlo– dos, tres e incluso más étnias o comunidades lingüísticas y religiosas diferentes. Todo ello sucumbió a raíz de la I Guerra Mundial y fue, curiosamente, un presidente norteamericano, Woodrow Wilson, quien postuló la doctrina que favoreció la creación de estados fundamentados en naciones homogéneas.

Desde entonces todo ha ido complicándose hasta el punto de que un pensador audaz como Ortega y Gasset, que se instruyó seriamente en la historia de España para comprender el alma y la realidad del país, concluyó que la integración de Cataluña en España era imposible y que solo cabía conllevarse, término que desde entonces se asocia a la idea orteguiana. Puede que esa conllevancia estuviera en la base del proyecto autonómico que se puso en marcha con la transición democrática, aunque el paso del tiempo ha oxidado seriamente aquel pacto entre políticos españoles y nacionalistas periféricos.

La cuestión es que a lo largo de todos estos años hemos transitado por muchas curvas del camino. Primero con el movimiento de liberación vasco, cuyos extremismos desembocaron en el terror, pero más tarde con muchos episodios sociales y políticos críticos, como la misma batalla de Valencia, la Loapa que recortó las veleidades nacionalistas, los vaivenes del andalucismo, los cismas canarios, las corrupciones mallorquinas o la multiplicación de versiones regionalistas en Aragón o galleguistas en el extremo noroeste del país… Hasta la eclosión del procés catalán que, todavía, colea en torno a la amnistía y al exilio en Waterloo.

Lo que sucede es que la construcción de los nacionalismos periféricos en el país suele despertar, en la misma frecuencia, al españolismo más intransigente. Algunas bases conservadoras recentralizarían el país sin pensárselo dos veces, y ese ha sido también uno de los principales corpus doctrinales de Vox, a quien el destino le ha deparado una posición privilegiada como árbitro que posibilita el acceso al gobierno de las autonomías, de tal suerte que su aterrizaje en los asuntos reales del día a día está suavizando su posición en el tema territorial. De momento, asumen el esquema político establecido, reformulan algún que otro capítulo lingüístico y tan contentos. Pero ya nadie habla de devolver competencias o de proceder al adelgazamiento autonómico.

A estas alturas también sabemos que la mayor parte del electorado catalán está por regresar a la casilla de la concordia autonomista, aunque no piensa dejar de votar a los partidos de obediencia catalana. De nuevo la conllevanza. Y conocemos que los datos de desarrollo económico y social tras la pacificación vasca son notables. O sea, que les va mejor con la conllevanza. Todo ello son buenas noticias para el modelo de país que necesitamos, menos tenso, más dinámico, más centrado en prosperar y educarse que en retroceder y embrutecerse.

He ahí la fórmula, admitir como Ortega la imposibilidad de la armonía perfecta al tiempo que se aprende a soportar al diferente y a vivir en la complejidad. Descubrir que hablar dos lenguas o disponer de varias culturas es enriquecedor y otorga mayor versatilidad cerebral, y no construir el odio o la manía hacia un idioma por ser imperialista o al otro por no tener recorrido literario. Fijemos los límites de hasta dónde es posible llegar en esta plurinación sin provocar perturbaciones imposibles de asumir por el conjunto ciudadano, pero para ello es necesario que los políticos dejen de jugar al corto plazo electoral con el comodín de los partidos nacionalistas, tanto periféricos como españolistas.

Suscríbete para seguir leyendo