Opinión

Rancio abolengo

Los tatuajes se convierten en protagonistas en las bodas.

Los tatuajes se convierten en protagonistas en las bodas. / Redacción

Evito las bodas y boatos similares en defensa propia. Como quien firma esta columna cuida su ética y estética, conoce, por tanto, el alto coste emocional y psicológico que suponen esas ridículas convenciones. Saray Fajardo me da la razón, de algún modo, cuando informa en este diario de una insólita moda: «Bodas tatuadas en la piel» (Levante-EMV - 04/4/2024). Al parecer los novios regalan un tatuaje de temática representativa a las personas invitadas, ya sea el nombre de la parejita, frases o la fecha del evento. En la sala, entre percebes y vieiras, una camilla, agujas y tinta. Muy «normal» todo si no fuera porque los delirios colectivos existen y, por lo que parece, la psiquiatría tiene una deuda pendiente con los habituales a la pompa y el postín. La mediática boda del alcalde de Madrid ha sido muy criticada por su fastuosidad, aunque, sin ánimo de defenderlo, la suya se parece mucho a cualquier otra. Si su unión matrimonial se redujera a la intimidad dejarían de alardear egos: vestimentas, tocados, canapés… Toda boda tiene como objetivo exponerse públicamente. El fin es sobreexponer poder, clasismo, privilegios. El bodorrio demuestra poder económico –me caso y pago porque puedo–, poder social –¡mira si me sigue gente!–, poder simbólico –si no te casas majestuosamente, eres un paria–, poder psicológico –pasa por el aro social– y poder político –la ciudadanía se casa por la Iglesia o el juzgado, ¡y punto!

De ahí mi postura de salvaguardarse de bodas y convenciones, convertidas hoy en trituradoras de la autonomía, la libertad individual y el decoro ético-político. Lo peor de todo es que hay una expansión infantilizada del boato, normalizado en las graduaciones de final de curso de colegios e institutos de Secundaria o en la propia universidad. Hoy todo pasa por el postureo. ¿Te puedes casar con tejanos o bañador? ¿Es necesario el tacón y la laca para culminar el final de una etapa educativa? La permisividad de las familias y el profesorado, de quien se espera educación crítica y no borreguismo boatil, conduce a celebrar nimiedades siguiendo el patrón de la boda del alcalde de Madrid. Y ahí sufrimos las suntuosas graduaciones, otro ejemplo indecoroso, inaceptable, del mal gusto ético y estético de la mayoría. Todo deviene boda, confeti, muslitos de cangrejo. Estos rituales esperpénticos acallan la conciencia de clase. La clase obrera parece dispuesta a vender sus principios revolucionarios por un sorbito de champán, pues, aunque sea precaria, vulnerable y endeudada, siente poderío y distinción en estos rituales delirantes normalizados en nuestra sociedad decadente. No podrás matricularte en la universidad privada ya que tu padre es un parado de larga duración, pero, por lo menos, disimula en la graduación de Bachillerato. ¡El cretinismo carece de límites! Sigo sin comprender esa perversión de valores éticos a cambio de un minuto de gloria. A fin de cuentas toda boda, todo postín, se reduce a un efímero momento de visibilidad social. Hoy reforzado, como hemos visto, por un rancio tatuaje o unos «me gusta» en las redes sociales.

¡La insociable sociabilidad! ¡Cómo me gusta esta idea! Cuesta calibrar si vivir en sociedad tiene mayores ventajas o inconvenientes. De lo que no cabe duda, al menos para mí, es del alto coste personal que conlleva distanciarse de esa comunidad inquisitiva, imponiendo su mezquina voluntad mientras dictamina aquella cosa considerada «normal». Nadie te obliga a acudir a estos boatos revestidos de filtros sociales, si bien, cuando los repudias y marcas distancia, te sitúas en frente o en contra de tus semejantes. ¿Lo son realmente? Uno estima su ética y su estética, se ha dicho. De ahí la necesidad de escapar, por muy alto coste que suponga, del rancio abolengo y su hedor putrefacto.