Opinión

Ética medioambiental

 Hemos conocido estos días la importante sentencia de la Corte Europea de los Derechos Humanos contra Suiza por la violación del artículo 8 del Convenio Europeo de Derechos Humanos (derecho a la vida privada y a la familia), al no aplicar con diligencia las medidas necesarias contra el cambio climático. Suiza se había negado de forma sistemática a calcular sus emisiones de gases de efecto invernadero, a cumplir con sus compromisos de reducción de las emisiones y a poner en marcha políticas y acciones de mitigación de los efectos del cambio climático. Las demandas contra esta situación por una asociación de personas mayores, no atendidas por la justicia suiza, llegaron finalmente a la Corte Europea, quien ha fallado contra el Estado suizo. Una sentencia, sin duda, muy relevante, pues evidencia que la crisis climática es ya una cuestión que afecta a los derechos humanos.

Sin embargo, es preciso resaltar que la crisis ecológica en la que estamos instalados, con sus diferentes vertientes climática, incrementos notables de la desertificación y la contaminación, o la pérdida galopante de biodiversidad, difícilmente puede resolverse desde las cortes de justicia, incluso desde las políticas públicas, sino va precedida de un cambio ético en las sociedades occidentales. Las éticas tradicionales imperantes en nuestras sociedades, que sin duda han logrado enormes avances, como por ejemplo el reconocimiento internacional de los Derechos Humanos como garantes de la dignidad humana y eje vertebrador de las relaciones sociales, se mantienen de espaldas a la Naturaleza, al menos aquellas éticas mayoritarias que siguen siendo herederas de una visión judeo-cristiana del hombre como dueño y señor de los animales y de todo el mundo natural, que están a su servicio como un recurso que puede utilizar a su antojo y en su beneficio.

Esa visión ética, marcadamente antropocéntrica, nos impide plantearnos una relación menos utilitaria respecto a los animales, los bosques, los ríos y mares o los ecosistemas. No reconocer el estatus moral, la relevancia moral de esas cosas y ámbitos no humanos nos limita para reconocer el valor intrínseco de las mismas, no un valor meramente instrumental a nuestro servicio, sino en sí mismo, y por lo tanto nuestra obligación moral en su preservación y florecimiento. Se requiere, por lo tanto, un cambio de paradigma ético, pasar del antropocentrismo al biocentrismo o al ecocentrismo, al reconocimiento del valor moral de lo no humano como forma de adquirir compromisos fuertes frente al maltrato animal, a la contaminación del aire y los ríos, al avance de los desiertos, a la desaparición de las especies no humanas o al cambio climático. Naturalmente, ese giro ecológico en lo moral es, asimismo, condición necesaria para exigir un cambio de rumbo en lo que consideramos tradicionalmente como progreso en nuestras sociedades, y que, en parte, lleva implícito la generación de las crisis ecológicas. No puede seguir entendiéndose por progreso la injusticia social y climática en el ámbito internacional, la destrucción masiva de los ecosistemas, el agotamiento de los recursos materiales y energéticos o, como ya apunta la sentencia comentada, la propia vulneración de los derechos humanos derivados de la inacción climática.