Opinión

Populismo mainstream: La democracia se juega en Europa (II)

Nos acostumbramos con relativa facilidad a los cambios. La línea entre la capacidad individual de adaptación a ellos y la colectiva como sociedad, es delgada. Tampoco es de extrañar; al fin y al cabo, la sociedad es el conjunto de muchos individuos que viven y conviven con su cultura, sus tradiciones y su historia. Y, entre usos y rutinas, las sociedades occidentales nos hemos aclimatado a la democracia como si todos aquellos logros que de ella dependen, no estuvieran en peligro. Nada más lejos de la realidad en estos tiempos en los que el riesgo es creer que la democracia respira en ausencia de riesgos.

No hace mucho -últimamente todo va demasiado rápido- hablábamos, por ejemplo, del desafío que el nuevo orden mundial de fronteras diluidas suponía para los estados nación; de la dificultad de hacer operar la idea de soberanía en un mundo globalizado. Nos perdíamos en las teorías cosmopolitas -de las que nos hablaron autores como David Held- sobre la construcción de una gran democracia global o de la gobernanza transnacional. En esas andábamos cuando, casi darnos cuenta, el populismo irrumpía trasladando la demagogia extrema a las instituciones representativas. Y, ahí está, instalado en ellas como un parásito. Ya se sabe, esos organismos que viven alojados en otros organismos llegándole a provocar problemas de todo tipo. Digamos que el populismo no va contra la democracia, porque vive de ella y la necesita; otra cosa son los planteamientos perniciosos y, en ocasiones, retrógrados que proyectan y aplican cuando tienen la posibilidad de ejercer la política desde los gobiernos.

Cierto es que todos los casos no son iguales; aun así, y más allá de la disparidad, hay una cuestión que merece interés a tenor de las futuras alianzas que se puedan dar en el ámbito de la Unión Europea en relación al populismo y su repercusión respecto al futuro de la democracia, tal y como la concebimos: el comportamiento pragmático que muestra el grupo que integra a la mayoría de partidos de extrema derecha –en el que se incluye Vox- en el Europarlamento y que lidera la italiana Meloni, el ECR (Conservadores y Reformistas Europeos). A fin de cuentas, no es ninguna novedad el acercamiento entre el presidente del Partido Popular Europeo, Manfred Weber, y la presidenta del ECR, Giorgia Meloni, en aras de un posible acuerdo tras las elecciones de junio. La estrategia de los ultras es adelantar a los liberales y convertirse en la tercera fuerza política a la par que ejecutando esa aproximación. Para ello, contienen el discurso en asuntos clave como, por ejemplo, el apoyo a la OTAN ante la guerra en Ucrania o el hecho de no mostrarse euroescépticos, aunque lo sean. Un peligro que hace necesario intentar ver más allá de la apariencia; calibrar la apreciación de lo que significaría para el futuro de la democracia una alianza entre los conservadores y la extrema derecha que, por muy pragmática que ésta se muestre en el marco de la política europea, no es así en los parlamentos nacionales o regionales en los que gobierna; cuando muestra su verdadera cara aplicando políticas que nada tienen que ver con los valores que, precisamente, inspiran la democracia. El riesgo es creer que no hay riesgo. Las elecciones de junio van a ser más determinantes de lo que parece. El quid para evitar una gran alianza con el populismo pasa por producirse un refuerzo electoral de la socialdemocracia en la Unión. En ello nos deberíamos emplear quienes entendemos la democracia desde el liberalismo político. Y, si salimos de esta, ya hablaremos de cosmopolitismo.