Opinión | tribuna

Necesitamos redes, no apóstoles climáticos

Si ustedes, como yo hasta no hace mucho, piensan que pueden cambiar algún mal hábito de su amigo, hijo o pareja, a base de demostrarle con datos e información objetiva la ventaja de hacerlo, puede que estén a punto de rendirse o al borde de un ataque de nervios.

Pero no desesperen. Miren lo que leí hace poco en un artículo de la revista de la Dirección General de Tráfico sobre el uso del cinturón de seguridad: «Si se sabe que el uso de este dispositivo de seguridad es un seguro de vida, ¿por qué sigue habiendo un porcentaje de conductores que no lo usa?» Desde 1970 con campañas de concienciación, algunas realmente impactantes, y aún tenemos que insistir en el mismo mensaje.

Así que, paciencia. Y autocrítica, porque no acabamos de asumir que los datos, por sí mismos, no modifican hábitos ni creencias, y esta puede ser la razón por la que, a pesar de nuestro esfuerzo, nos hacen poco caso.

Con el cambio climático, o la salud, viene a pasar lo mismo. Insistimos en lanzar más y más campañas educativas y en advertir de todos los males que se nos vienen encima. Pero el consumo de ropa de usar y tirar no para de crecer, ni bajamos el consumo de agua embotellada, por mucho que nos demuestren el impacto que eso (nos) provoca.

En Ciencia, y en casa, cuando algo no sale según lo previsto, lo normal es que nos preguntemos qué ha fallado. Paradójicamente, en el campo de la sostenibilidad, hay cierta tendencia a cerrar filas y pensar que la gente no es consciente de la problemática, que no asume compromisos, que los medios de comunicación no ayudan o que los intereses económicos son demasiado fuertes.

Estos factores son parte de la respuesta, pero no son la respuesta. Estos condicionantes son conocidos, por tanto, se supone que son tenidos en cuenta a la hora de diseñar estrategias de comunicación. ¿Y si el fallo estuviese en nuestra forma de tenerlos en cuenta, en no preguntarnos quiénes y cómo los tienen en cuenta?

Continuaremos con este aspecto unas líneas más abajo. Antes, déjenme presentarles a Damon Centola y su libro Change. How to make big things happen (Cambio. ¿Cómo hacer que las grandes cosas pasen?), donde realiza un sobresaliente análisis de esta cuestión y proporciona, después de diez años de investigación, unas pautas para facilitar los avances sociales.

Pero ¿cuál puede ser el problema de Centola? Me inclino a pensar que el hecho de ser sociólogo. Si tienen un momento, párense a analizar qué perfiles profesionales suelen protagonizar las campañas de educación ambiental y raramente encontrarán algún sociólogo, pedagogo, psicólogo o profesional de la comunicación.

Volviendo a la cuestión anterior, fijémonos en que nuestras campañas educativas se basan, mayoritariamente, en proporcionar información y asumir que esta se transmite, en palabras de Centola, como un virus: si la hacemos llegar a un individuo, este la transmitirá a otros tantos y… voilá!, aparecen los cambios.

Pero este esquema lineal sólo funciona para cuestiones sencillas que no requieren grandes transformaciones personales ni sociales. Únicamente transmitimos información, que pasa rápidamente de un individuo a otro hasta disiparse, cuando la Sociología y Psicología han demostrado que las elecciones personales tienen tanto o más que ver con las creencias y las emociones que con la información.

Como advierte Anne H. Toomey, de la Universidad de Pace, incurrimos en cuatro mitos a la hora de comunicar, que se sustentan en la creencia de que existe una relación directa entre la evidencia y la toma de decisiones humana.

Esto parece ser, efectivamente, un mito. Basta comprobar que, a pesar de tener buenos científicos y profesionales, pocas veces logramos que sus conocimientos sean debidamente integrados en la toma de decisiones, ya sea a nivel individual, colectivo o político.

Para lograr cambios, la estrategia, más que en la transmisión lineal de información, generalmente a partir de algún influencer, se debe apoyar en redes sociales extensas (no necesariamente digitales), con vínculos fuertes y redundancias.

Este enfoque es, quizá, el único que nos permitirá abordar con éxito retos tan complejos como los que nos plantea el siglo XXI. Francamente, parece difícil, pero ahora disponemos de las aportaciones de las ciencias del comportamiento y de la comunicación que pueden darnos las claves para lograrlo.

Todo indica que podemos estar asistiendo al surgimiento de un nuevo paradigma. Y no, no va a ser fácil. Cualquier cambio siempre se enfrenta a múltiples resistencias, requiere amplitud de miras y abandonar los dogmatismos excluyentes. Pero, sin duda, estamos en el momento de las confluencias y cada uno de nosotros tendrá que decidir qué papel va a jugar en este contexto.

Lo que parece evidente es que no necesitamos ciudadanos-héroes ni apóstoles climáticos para superar esas resistencias, pero sí un esfuerzo colectivo para construir espacios comunes donde se generen las sinergias, conocimientos y respuestas transversales requeridas.

Emulando a Centola, un buen dato, metido en una buena, amplia y robusta red humana, puede lograr el cambio, pero por separado, probablemente, ni una cosa ni la otra nos sirvan para mucho.