Opinión | Visiones y visitas

Sin preguntas

Acostumbrada como está la plebe a que le construyan el relato, a que le cuenten la milonga y le confeccionen las verdades a medida, tiene cierta lógica —una lógica mínima, escasísima pero suficiente para justificar ese «cierta»— que le parezca normal una comparecencia política sin preguntas. El populacho no adquirió nunca el hábito saludable de preguntar —no le dieron la opción de adquirirlo, pero tampoco le importó demasiado—, y ahora es una grey sometida, con la sumisión hecha tradición; una masa ignorante, atrapada en el delirio de los telefilmes, borracha de licor audiovisual y enferma de caquexia espiritual. No se altera, por tanto, ni se hace cruces cuando ve un político —si es que lo ve— largando el embuste cotidiano a los periodistas en forma o formato de monólogo incuestionable, apodíctico y casi pontificio; compartiendo con la chusma, sin réplica posible, lo que tiene graciosamente a bien compartir. Es el sino de los individuos y de las colectividades cuando renuncian al espíritu crítico, a explorar y explotar su potencial y a ejercer su dignidad.

Lo que no tiene lógica ninguna es que los periodistas que aspiran o aspiraron a la categoría de cuarto poder, a proporcionar a sus congéneres el envés del tapiz, acudan a las conferencias de prensa —todas las comunicaciones públicas de un político lo son, las llamen como las llamen— sin que les dejen preguntar nada. Compañeros periodistas, estimémonos más, que decía Torres Villarroel, y rechacemos la cita cuando sea una pantomima. No deberíamos ir a casi ninguna, en realidad, si tenemos en cuenta que nuestro deber no es transmitir lo que ha dicho el político, sino averiguar lo que no ha dicho, lo que trama y esconde. Así se destapó el watergate; y resulta que todos los gobiernos del mundo están llenos de pequeños watergates, de insignificantes o enormes maquiavelismos que son consustanciales a la especie política. Si una rueda de prensa «normal» ya tiene ribetes de humillación para un informador porque pregunte lo que pregunte le responderán lo que quieran, la rueda de prensa sin preguntas debe percibirse, periodísticamente hablando, como algo absolutamente intolerable porque nos anula como informadores y nos transforma en estúpidos altavoces, en ridículos correveidiles con alamares de secretario/esbirro. ¿De verdad el periodismo acepta sentarse allí, zamparse un croissant, copiar la pamema y luego difundirla? Cierto que también hay debates y «analistas» —los análisis de verdad son clínicos; lo demás, ínfulas—, tertulias entre periodistas que suponemos informados más allá y más abajo de los telediarios.

Pero también es cierto que con terrible frecuencia nos da la impresión de que no saben más que lo vendimiado en los mentideros; de que la tertulia es más de casino —de suposiciones, interpretaciones e intuiciones— que de profesionales documentados; de que hay una escasez dramática de gargantas profundas, de fuentes y de confidentes; de que no se averigua nada importante y de que la información pulula, caracolea y se arremolina entre lo que hay, entre lo disponible y entre lo dado. No es, por supuesto, falta de profesionalidad: es más bien desinterés popular, desidia social, indiferencia colectiva. Los medios de comunicación estadounidenses viven de su audiencia, de la preocupación social, popular, colectiva por las cuestiones políticas, de las ganas de saber que tiene la gente. Aquí, en cambio, las ganas de saber, si alguna vez las hubo, se han vuelto ganas de salir, prurito vividor, mal del ímpetu; y los medios, los informadores viven heroicamente su vocación. El periodismo español ha tenido siempre un punto ascético, sufrido, bohemio y milagroide; pero corcho, un poco de pundonor: si no se admiten preguntas que vaya su padre.