Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Leyendas de verano (6)

Donde caiga la flecha

Donde caiga la flecha

—Ahora recuerdo -dijo Richard Lester, pensativo- que al principio la película iba a llamarse La muerte de Robin Hood.

—¿Y por qué se le cambió el nombre? -preguntó Sean Connery.

—La productora pensó que Robin y Marian era más comercial.

—¿Lo ves? -se jactó Connery-. Por eso no puedes dejar que Robin muera. Es alguien verdaderamente popular: un tipo jovial, un poco gamberro. Roba para ayudar a los pobres, que le adoran. Es también un arquero extraordinario, que puede hacer blanco con una flecha en la punta de otra. Alguien con tantas cualidades no merece morir. Y, sobre todo, el público no merece que muera.

—Estaría de acuerdo contigo si fueras Errol Flynn -replicó Lester-, pero no lo eres. No tienes nada de su juvenil inconsciencia ni de su encanto. ¡A él si que le sentaban bien los leotardos! En cambio, a ti€

Connery le miró fijamente.

—Flynn tuvo la ventaja de coincidir con Michael Curtiz -dijo muy despacio, como si paladeara las palabras-, un director con oficio, que creía en sí mismo y tenía una cualidad que a ti te falta: talento.

Se miraron a los ojos durante unos segundos, como si fueran a pegarse. De pronto, ambos percibieron lo absurdo de la situación. Lester soltó una carcajada ruidosa y Connery rio en silencio.

Se encontraban en el bar de un hotel de Pamplona, ciudad en cuyos alrededores rodaban los exteriores de Robin y Marian. Cada noche, terminado el trabajo y después de la cena, el actor principal y el director tomaban unas copas antes de acostarse, mientras confrontaban sus opiniones y discutían las secuencias del día siguiente.

Aunque sus vertiginosas películas con los Beatles le habían dado fama de caprichoso, Richard Lester era un director meticuloso y ordenado. Estaba acostumbrado a filmar el guión en pocas semanas y preferiblemente en orden cronológico. Tendía a hacer cada vez una sola toma y utilizaba varias cámaras que grababan al mismo tiempo, para agilizar el trabajo.

—A estas alturas deberías saber que estamos haciendo una película realista, desmitificadora -dijo Lester, y tomó un sorbo de whisky-. Mi Robin Hood, es decir tú, ha visto y vivido mucho, pero aún se siente como un crío. Sin embargo, el tiempo no ha pasado en vano. Ya no se encuentra en la plenitud de su vida, como cuando tenía entre 30 y 40 años. Se mueve despacio, no siempre da en la diana y a veces se tambalea cuando anda.

—¡Yo no me tambaleo! -proclamó Connery-. Solo tengo cuarenta y seis años.

—En la Edad Media serías un anciano, y yo también. Mi Robin Hood es un hombre de barba cana, calva lustrosa, cejas pobladas, algo de panza€ Aún así, es un tipo excepcional.

—¿Lo ves? -exclamó Connery, golpeándose un muslo con la mano-. ¡Hasta tú sientes admiración por él! Por eso no debes consentir que muera. La gente saldrá horrorizada del cine y no querrá volver a ver tus películas. Es un contrasentido, un error de ese tal Goldman, que por otra parte ha escrito un guión muy bueno.

—¿Y qué propones tú?

—Que Robin Hood no muera, y viva eternamente en el corazón de las buenas gentes.

—¿Así de sencillo?

—Así de sencillo. Como en todas las películas sobre Robin Hood que se han rodado hasta ahora y como en todas las que se rodarán después.

—Por eso esta película es distinta -dictaminó Lester.

En aquel mismo momento, en el tercer piso del hotel, Audrey Hepburn intentaba conciliar el sueño. Sus dos hijos dormían en la habitación contigua. Sean y Luca habían sido decisivos para que su madre aceptase el papel de Marian, tras mantenerse durante nueve años apartada de las cámaras. Los tres vivían en Roma, con el segundo marido de Hepburn, Andrea Dotti, y en España se sentían cerca de casa.

Además, ambos niños eran grandes admiradores de Sean Connery y de las películas que había protagonizado como James Bond. Por eso habían insistido en acompañar a su madre. Cada día asistían al rodaje, y los expertos les enseñaban a montar y a tirar con arco.

Hepburn rara vez cenaba en el comedor del hotel, y nunca iba al bar. Prefería que le subieran la cena a la habitación, y pasaba el resto de la velada con sus hijos, mientras, abajo, Lester y Connery discutían.

Al principio se había sentido algo cohibida en aquel rodaje, debido a los muchos cambios que se habían producido en el cine mientras ella había estado alejada de los platós. Le costaba, por ejemplo, adaptarse a la disciplina y a la rapidez de Lester, que cada día rodaba ocho o nueve páginas del guión.

Y le preocupaba que el director de fotografía, David Watkin, utilizara luz natural y prescindiese de usar filtros en los primeros planos, porque temía salir poco favorecida.

En su primera escena con ella, Connery buscaba a su antigua amada, tras veinte años sin verla, y la encontraba convertida en abadesa.

Marian lo rechazaba y le informaba de que todo había acabado entre ellos. Pero entonces intervenía el sheriff de Nottingham, viejo enemigo de Robin y servidor del rey Juan, que había ordenado la expulsión de Inglaterra del alto clero, y la encarcelaba por resistirse a la autoridad.

Robin la rescataba y se la llevaba al bosque de Sherwood, donde antaño habían vivido juntos.

La atmósfera mágica del bosque había obrado el milagro. Marian había vuelto a enamorarse de Robin, si es que había dejado de estarlo, y ella se había enamorado de Connery, que no había dejado de animarla, con sus gestos de apoyo y sus comentarios, desde el primer momento.

Al principio ella solo se había sentido atraída por él, porque le inspiraba confianza. Pero cierto día Lester les había ordenado caminar por un trigal, bañados por la luz del sol y cogidos de la mano como niños.

De pronto, de común acuerdo, ambos se dejaban caer entre las espigas y se ocultaban a la vista del espectador. Connery, que sabía ser respetuoso pero tenía un carácter juguetón, había aprovechado aquel momento de intimidad para besarla fugazmente en los labios.

Para él había sido un juego, de eso ella no tenía la menor duda. Pero ella había sentido algo más.

Ambos estaban casados en la vida real, y ella lo había pasado muy mal con su primer divorcio. No quería vivir la misma situación de nuevo. Hacía tiempo que se sentía distanciada de Andrea Dotti, pero sus dos hijos implicaban una responsabilidad.

Solo había lugar para una aventura ocasional, de esas que ocurren a veces en los rodajes. Pero, ¿valía la pena? Era posible que Connery esperase algo así, pero ella no estaba segura.

«Ah, si lo hubiera conocido antes», pensó Hepburn, o acaso era Marian otra vez, poco antes de quedarse dormida.

Durante los días siguientes rodaron algunas secuencias en el bosque de Sherwood, donde se veía a los lugareños acudir desde todas partes para prestar ayuda a Robin y recuperar sus libertades.

El sheriff había convencido al rey Juan para desplegar un numeroso ejército en torno al bosque y plantear la batalla definitiva.

Robin preparaba a sus tropas para resistir la invasión. Pero el sheriff de Nottingham sabía que quedaría en desventaja si se adentraba en la espesura.

Pasaba un día, otro y otro, y los ejércitos del rey seguían sin moverse.

Robin Hood decidía salir del bosque con sus hombres y enfrentarse al enemigo. Marian le pedía que abandonase y que se fueran juntos a otro lugar. Pero Robin estaba harto de huir.

Ella fingía irse para no ver cómo lo mataban, pero permanecía allí, al amparo del bosque, observando los acontecimientos desde la lejanía.

Para ahorrar vidas, el sheriff y Robin se enfrentaban en lucha singular. Era un combate duro, incómodo, sin heroísmos, entre dos ancianos doloridos y exhaustos, que se ayudaban para levantarse del suelo o para soportar con entereza el peso de la cota o los golpes de las espadas y los escudos.

De no haber sabido antes que lo amaba, Hepburn lo habría sabido entonces, al ver a Connery dar traspiés, caer y levantarse, y padecer por su suerte, aún siendo consciente de que se trataba de una actuación, y de que ni los golpes que recibía ni la sangre que resbalaba por su cota de cuero eran reales.

Al final, Connery recibía un corte profundo en un costado, y caía al suelo, pero el sheriff vacilaba a la hora de asestar el golpe fatal, y su rival, desde el suelo, lo atravesaba con la espada.

Marian y Pequeño John, el compañero de Robin, iban hacia él y lo trasladaban a la abadía.

Se aproximaba el desenlace. Esa noche, Connery invitó a Hepburn a una copa en el bar del hotel, después de la cena.

—Sabes que no me gusta trasnochar -dijo ella.

—A mí tampoco, pero quería hablar contigo.

—Está bien. Una sola copa. Enseguida bajo.

No era, ciertamente, una cita romántica. Connery, en sorprendente buena forma tras la intensa pelea del día, solo quería hablarle del sinsentido de que Robin y Miriam muriesen.

—Lester es muy testarudo -le dijo a Hepburn-, pero sobre todo lo es conmigo. Haría cualquier cosa para no darme la razón. A ti, en cambio, te respeta.

—No estoy tan segura.

—Me lo ha dicho muchas veces: «Audrey siempre entiende lo que hacer», y cosas así. Si tú le comentaras algo al respecto, sé que se lo pensaría. El resto de la película es excelente, pero eso€ Los finales tristes son para la vida real, no para las películas.

Hepburn asintió.

—Veré qué puedo hacer -dijo-. Sea como sea, ha sido un bonito rodaje.

—Aún no ha acabado -insinuó él.

—Me voy ya -dijo ella, decidida-. He de ver a los niños.

Ya se había levantado cuando él dijo:

—Hice bien en amarte hace tantos años.

Era una frase del guión. Pero, ¿por qué la pronunciaba ahora? Ella le miró muy seria, sin saber qué decir, y se dirigió al ascensor.

Hepburn acostó a los niños y se quedó pensando. Quería expresar algo, pero no estaba muy segura de quién era el destinatario. Tomó papel y pluma y escribió unas líneas.

Al día siguiente, Lester habló con Connery.

—¿Comentaste con Audrey lo del final?

—Pues claro.

—Se hará como yo decía, pero con vuestras palabras. Cuando Robin se entera de que Marian le ha envenenado, le pregunta por qué, y ella le contesta lo que habéis escrito.

—Yo no he escrito nada.

—Me pareció entender que lo habíais escrito juntos.

—No sé de qué me hablas. Además, si Marian y yo vamos a morir de todos modos, ¿qué más da?

—Lo que Marian dice lo cambia todo. Es una declaración de amor tan intensa que no importa si morís o no. Ahora mismo la están transcribiendo.

Dos horas después estaban rodando.

En la abadía, Robin, moribundo, llama a gritos a Pequeño John, que vigila la aproximación de los hombres del rey:

—¡John, Marian me ha envenenado!

¡Ayúdame!

—Nadie puede ayudarte ya -dice Marian, que también empieza a sentir los efectos del veneno.

—¡Cielos, Marian! ¿Por qué?

Mientras habla, ella se desliza hasta el suelo.

—Te amo -empieza-. Te amo más que a todo, más que a los niños, más que a los campos que planté con mis manos, más que a la plegaria de la mañana o que a la paz, más que a nuestros alimentos. Te amo más que al amor, o a la alegría, o a la vida entera. Te amo más que a Dios.

Al oír eso, Robin se siente reconfortado.

—No se volverá a repetir este día, ¿eh, Marian? -Ella niega con la cabeza-. Es mejor así, ¿no? -Ella asiente en silencio-. ¡Oh, Marian!

Alargan los brazos para tocarse, pero ni siquiera se rozan.

Bruscamente, Pequeño John irrumpe en la habitación.

Robin hace gesto de detenerle con una mano.

—Tranquilízate -le advierte.

—¡Robin! ¿Qué ha ocurrido? -pregunta Pequeño John.

—Dame mi arco. -Pequeño John se lo entrega y se inclina, para que Robin tome una flecha de su carcaj-. Donde caiga la flecha, John, ponnos juntos y déjanos allí.

Robin tensa el arco y dispara. La flecha sale por la ventana, y se va alejando hasta desaparecer.

Dos días después, el rodaje de Robin y Marian ha concluido.

Hepburn y Connery se despiden a la entrada del hotel.

—Sabes que has salvado la película, ¿verdad? -le pregunta Connery.

—Aún no podemos saber si la he salvado -contesta ella.

—Es un diálogo muy bueno, de esos que luego permanecen en la historia del cine. Aún no entiendo cómo se te ocurrió.

Hepburn sonríe. Le acaricia una mejilla y le da un beso en la otra.

—Me sentí en el papel -dice, mientras ella y sus hijos suben al taxi.

Compartir el artículo

stats