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Asno hermafrodita, reina de Saba

André Malraux (1901-1976) fue novelista, arqueólogo, teórico del arte, director de un solo film -el legendario, Sierra de Teruel, rodado durante la Guerra Civil española-, ministro francés de cultura y quizá, sobre todo, un perfecto insensato con persevante suerte.

En 1934 Malraux, acompañado por el piloto Corniglion Molinier, emprendió, como enviado del periódico L´Intransigeant, un arriesgado viaje en busca de la misteriosa capital de la reina de Saba; rastreó en un pequeño avión el desierto yemení para localizar esa ciudad que ningún europeo había visto antes. El vuelo no tenía autorización, los mapas eran aproximativos, la autonomía de la aeronave con limitaciones evidentes€

Malraux se ocupa de esta su experiencia en el libro que hoy comentamos.

La excelente introducción de Ignacio Echevarría comienza así: «A este prólogo le corresponde el enojoso pero honrado cometido de prevenir al lector de que el libro que se dispone a leer -o que ha leído ya-, es el producto de una impostura». Aduce razones: pomposidad sospechosa de su estilo, el prefacio de Jean Grosjean y el ensayo Philippe Delpuech que le acompañan y arropan, sin desmentir las especulaciones fantasiosas o conclusiones excéntricas a las que llega Malraux.

Contrapone Echevarría: «importa añadir que es precisamente su naturaleza impostora lo que confiere a este libro buena parte de su interés y de su encanto. Pues lo que el libro viene a contar es, hechas las cuentas, bien poca cosa: las alucinaciones arqueológicas de un joven mitómano, con la cabeza llena de pájaros, o más bien de aviones».

El viaje se gestó en 1931, en Afganistán, cuando un ciudadano de Leipzig le habló a Malraux de los tesoros que permanecían ocultos en las ruinas de la legendaria ciudad de Saba. Esto le impulsó a visitar la Sociedad Geográfica y allí conoció al médico y explorador Jean Baptiste Charcot (hijo del maestro de Sigmund Freud); el cual le puso en la pista de un tal Joseph Arnaud, el primer europeo, decía, que había llegado a Mareb. Arnaud fue un farmacéutico, oriundo de los Alpes franceses, quien afirmaba haber descubierto en 1843, la capital de la reina de Saba, y había copiado unas inscripciones que ningún occidental había visto jamás. Con algunas velas y un asno hermafrodita, como únicos recursos, recorrió todo el desierto arábigo hasta llegar a Mareb; poco después quedó ciego, pero aún pudo dibujar, para un cónsul francés, sobre la arena de una playa, el plano de la ciudad secreta que había descubierto.

Este personaje, modélicamente novelesco, fue el estímulo moral de Malraux; quiso repetir su mismo itinerario, pero el piloto Corniglion le sugirió que realizara antes una exploración aérea. El empresario de transportes Louis Weiller les cedió un avión Farman 190, pequeño avión de transportes, apto para tareas de observación. Para financiar el viaje, Malraux acordó publicar una serie de reportajes sobre la búsqueda de esta mítica ciudad en el mencionado L´Intransigeant.

Dos cosas le movieron a llevar a cabo esta empresa: su innato apetito de aventura, y alejarse, al menos momentáneamente, de una crispada vida familiar -esposa con celos no fantaseados, responsabilidad de un bebé recién nacido, deudas contraídas€

Lo cierto es que el 7 marzo de 1934, desde Jibuti, Malraux y dos compañeros emprendieron el vuelo sobre una zona imprecisamente acotada donde esperaban encontrar las ruinas. Lo que vislumbraron fueron confusos montones de piedras sobre las arenas, pero eso no impidió que, al día siguiente, en la redacción de L´Intransigeant se recibiera el siguiente cable: «Descubierta capital legendaria reina de Saba, stop, veinte torres o templos aún en pie, stop, en el límite norte de Rub Al-Kahli, stop, tomadas fotos para el periódico, stop, saludos Corniglion-Malraux».

Gentes autorizadas, como la del explorador Beneyton, buen conocedor de la región, afirmó en el periódico Le Temps que Malraux había confundido Saba con cualquier otra población, y calificó a los expedicionarios de gentes candorosas o simplemente farsantes.

Observa Echevarría que Malraux nunca incurre en el cinismo ni en el tono irónico. Es ante todo un entusiasta imbuido, en dosis excesivas, del «optimismo de la voluntad» del que hablaba Antonio Gramsci.

En su texto, hay pasajes a mitad camino entre la lírica y el kitsch: «Estamos allí, al lado de ese motor, de ese aparato que es el Occidente mismo, oteando las nubes y el cielo con alma de astrólogos caldeos, con la seriedad campesina y el recelo de pastores de antaño».

Consideraciones paraproustianas: «Cuando era adolescente, buscaba ciudades novelescas en la guía Bottin del extranjero, y, al cabo de veinte años, recupero aquí el olor a serrín en un pequeño café en el que leía sobre los ´magníficos palacios convertidos en ruinas´».

O, en fin, alguna estrafalaria contemplación aérea: «Divisamos una caravana, precedida por su pequeño asno-guía. Sin duda avanza como aquellas con las que tropecé en Persia y Afganistán, con un ruido de cencerros y con cada uno de sus viajeros protegido por el sortilegio más eficaz: una cola de zorro o una zapatilla de niño infiel».

La trayectoria vital y literaria de André Malraux ejemplifica perfectamente el conocido adagio latino: a las Deidades les divierte ayudar al audaz.

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