La magia de la realidad

Encumbrada como una de las grandes obras del tebeo contemporáneo, la saga de ‘Palomar’ es un clásico moderno con las propiedades del culebrón sentimental y un sentido del humor embaucador

Palomar

Palomar

Álvaro Pons

Cuando apareció Love & Rockets el cómic americano cambió. Era un simple fanzine realizado por tres hermanos, hijos de inmigrantes mexicanos que habían asimilado el punk y el rock con la misma fuerza que el cómic underground después de criarse con los superhéroes de Marvel y DC. Pero Mario, Jaime y Beto Hernández no sabían que ese pequeño cuadernillo en blanco y negro con historias de ciencia-ficción y costumbristas estaba siendo el germen de una nueva forma de entender el cómic.

La editorial Fantagraphics, conocida por publicar revistas de información sobre historieta como The Comics Journal, lo entendió enseguida y comenzó a publicar bajo su sello la revista de los hermanos, dando pistoletazo de salida a lo que ahora denominamos como "cómic independiente", relatos que se alejaban de los omnipresentes superhéroes para buscar un lector adulto. En aquellos primeros números, Jaime decidió explorar una ciencia-ficción que hibridaba las enseñanzas de Zap Comix con el mundo fantástico de Flash Gordon, mientras que Beto optó, directamente, por crear un universo propio: Palomar. Un pueblo sin localización ni en los mapas ni en el tiempo, en el que las cosas ocurrían tal cual se lo habían contado al joven ilustrador sus padres y abuelos, pero desde la mirada de alguien formado ya en la cultura pop americana. Las historias de Chelo, Luba, Pipo, Manuel, Tonatzin o Gato podía pasar fácilmente por sucesos de Macondo, el realismo mágico de las viñetas que dibujaba Beto, conectaba fácilmente con el creado por García Márquez, pero lejos de ser una influencia, parece como si ambos pueblos nacieran de la esencia de la cultura mexicana: Beto la llevaba en la sangre, el escritor colombiano escribió su obra maestra en México. En ambos, la realidad se confunde con la magia, diluyéndose por cada intersticio de la historia para crear personajes de una fuerza arrolladora. La conexión es indudable y palpable, aunque fuera casual, pero Beto fue biselando sus historias desde una perspectiva diferente, que se centraba en los personajes femeninos. Desde la primera viñeta, las mujeres son las protagonistas absolutas de unas historias que no esconden el machismo sistemático de la sociedad que las rodea, que toman decisiones y son fuertes frente a hombres que parecen no haber salido de una lúbrica adolescencia. El amor pasional y arrebatado se convierte en el eje de un relato coral en el que los personajes entran y salen, conformando esa magia de una vida cotidiana donde no hay coches ni teléfonos que puedan ocultar el sonido de las voces humanas y de los sentimientos. Palomar fue pionero en todo: la reivindicación de la libertad sexual, de la igualdad étnica, del mestizaje cultural… Los personajes que Beto dibuja viven libres y son libres, avanzándose casi cinco décadas en una expresión que hoy se considera necesaria y entonces casi una provocación, abriendo un camino impensable para el cómic comercial.

Pero, sobre todo, Palomar es vida, una celebración de la existencia efervescente, con sus pasiones, sus enfados, sus alegrías… Que nos recuerda que nos equivocamos, que acertamos, que somos humanos en cada decisión, que odiamos y amamos, que perdonamos y castigamos. Entrar en Palomar es quedarse a vivir allí, y para tomar sitio en sus calles se puede aprovechar la excelente edición integral que acaba de publicar la editorial La Cúpula (con traducción de Lorenzo Díaz), con una cuidada reproducción que permite disfrutar de esta obra maestra del cómic y del espectacular y expresivo trazo de Beto, deudor de clásicos como Don DeCarlo o Steve Ditko, pero encontrando un estilo propio tan reconocible como indispensable en el cómic moderno.

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