Ya en la edad provecta y creo que por consejo de Joan de Segarra, Juan Marsé descubrió a Joseph Roth, sí, el judío que se apellida igual que Philip Roth, gloria de las letras inglesas y el hombre más célebre de New Jersey después de Bruce Springsteen. Mi descubrimiento, también tardío, tiene, al menos, el aval de Marsé. Sumen ahora mi más entusiasta adhesión.

Empecé con La cripta de los capuchinos en la versión de Jesús Pardo para Acantilado y seguí con L’Anticrist en la versión catalana de Pilar Esterlich. Me espera un tercer libro: Fuga sin fin.

A Josep Roth se le lee por gusto -por qué otra cosa iba a ser-, porque es capaz de convertir una farola en personaje inquietante, por la nitidez de contornos de cada psicología (poco importa que los modelos sean reales: capta el rasgo esencial), por su bellísimo decadentismo lírico, por la inextinguible nostalgia de un mundo que se hundió más y más rápido que el propio reportero que describe su deslizamiento hacia la nada.

La taberna de Jadlowker, un antro de espías y desertores, no tiene nada que envidiar al Rick’s de Casablanca o al hotel Inglés de la València capital republicana. 

Alcohol y mística

Porque este Roth también fue periodista a su modo: como narrador por entregas o como autor de libros de viajes. Según fama, era capaz de escribir en cualquier café mientras despachaba un lingotazo tras otro y asimilaba como podía el hecho de tener un padre loco que le abandonó y una mujer igualmente pirada. No traten de imitar el procedimiento, la genialidad no se contrae con la embriaguez. Y la mitomanía se puede practicar si no se acapara.

Llamarle reaccionario porque tuvo una juventud radical o porque deseó el retorno de la monarquía austríaca es como vituperar con el mismo adjetivo a seres tan oceánicos como Josep Pla. 

En su entierro se juntaron los judíos más o menos jasídicos, que piadosamente, le recitaron el kaddish, los servicios religiosos de una parroquia católica parisina y los amigos de juventud que le cantaron La Internacional. Eso sí que es convergencia.

Buscando el Anticristo

Aparte otros méritos más discutibles, los Austrias -los Habsburg- son muy propicios para la literatura (y el arte). Le pasó a la España cesárea y, por supuesto, al imperio austro-húngaro al que es imposible no amar arrastrado por la corriente sentimental del Roth más evocador y sus personajes locuelos.

«La esencia de Austria no es el centro sino la periferia»(les suena?). Y en ella reúne un curioso inventario: eslovenos, polacos y rutenos de Galitzia, mahometanos de Sarajevo, castañeros de Mostar, judíos de Kaftan… mientras «los muermos de los valles alpinos cantan germánicamente, con fidelidad nibelunga, La guardia del Rin». 

Aunque escribiera en alemán, como Kafka, como Rilke, como Mann, era tan prusiano como un zarcillo de Imperio Argentina.

Cuando Roth ya es un católico tan original como lo fue en calidad de rojo o de judío, encuentra al Anticristo enredado en la cruz gamada pero también en lugares menos previsibles pero igual o más peligrosos: el nacionalismo o la veneración de la técnica. L’Anticrist es como uno de aquellos diálogos medievales que con personajes genéricos -alegóricos- acerca una especie de teología al lector: les advierto que dan ganas de hacerse católico.

Colofón

En La leyenda del santo bebedor (Die Legende vom heiligen Trinker) el borracho protagonista muere consolado por el rostro de una niña que confunde con Santa Teresita de Lisieux. Nada que ver con el delirium tremens que le acompañó las últimas horas. Maldita realidad.

Cada uno se libera como puede de sus diablos azules. Roth escogió la literatura y la permanente custodia de un mundo que se hundió con él y que deberíamos tener en cuenta en tiempos de republicanos repentinos y liquidadores por referendo. La fragmentación puede ser fatal, pero rara vez es deseable. Y acabo germánicamente: la periferia es ese lugar donde el sentido se fortalece al experimentar el peligro de su abolición.