Complicidades

Cesta de Navidad

Carlos Marzal

Carlos Marzal

La Navidad agoniza, pero aún no está muerta del todo. Al menos para mí, que soy un niño antiguo; es decir, un proyecto de viejo que no se explica cómo ha podido llegar hasta aquí, cómo ha podido suceder esto de envejecer tan deprisa, sin haber perdido el remoto espíritu gamberro de la niñez.

Lo digo porque ayer fue día de Reyes, pero el día siguiente siempre fue el día de jugar con los juguetes que nos dejaban los Reyes Magos, hasta que a algún cráneo iluminado se le ocurrió que el día siguiente al de Reyes, el 7 de enero, debía ser laborable. Por lo que a mí respecta, el 7 de enero es el final apoteósico de la Navidad, el día de los juguetes.

No sé muy bien por qué, pero los Magos de Oriente ya no me dejan juguetes: con lo que me gustaban el Cheminova, el Scalectric, los balones y las botas de fútbol. No me recuperado aún de esa trágica circunstancia de no recibir juguetes. Creo que es el hecho más amargo de la condición adulta.

Ahora bien, el caso es que estas Navidades he recibido un regalo inesperado que me ha transportado en una alfombra mágica hasta los mejores días de la infancia. Me han regalado una cesta de Navidad: con un jamón, con turrones, con vino y champán (eso de llamarlo cava estará muy bien desde el punto enológico, pero a los niños antiguos que no nos vengan con precisiones sobre la denominación de origen, porque todo lo que burbujea o es champán o no es nada).

Cuando era niño, a mi padre le regalaban siempre por Navidad cestas de comestibles. Aquello era para mí un milagro, la corroboración de que existía la magia, porque desde la nada se materializaba la abundancia extrema, con galletas, chorizos de cantimpalo y jamones envueltos en una malla blanca, que para mí ha sido siempre el uniforme de los jamones cuando han ido al colegio y han aprendido a jamonizar como es debido.

Las cestas son la encarnación del lujo, que es la necesidad cuando la necesidad ya no se sufre, como dijo la filósofa francesa Cocó Chanel. Los encurtidos, los frascos de cristal con confituras, los polvorones, constituyen manifestaciones de alta cultura, entendiendo por ello todo lo que hemos llegado a realizar desde nuestra absoluta indigencia como criaturas vivas. Estamos muy mal acostumbrados, pero deberíamos llorar ante una lata de conservas, ante una caña de lomo de cerdos salmantinos. Cuánta sutileza, cuánta imaginación, cuánta necesidad hay en todo eso.

Hubo un tiempo en que los cursis -que Dios confunda- pensaron que regalar cestas de Navidad era poco elegante, y empezaron a regalar figuritas de Lladró. Infestaron mi casa: señoritas decimonónicas con sombrilla, perros galgos, bueyes sorollanos, payasos indefinidos. Yo las rompía con mis balones de fútbol, nostálgico de cestas navideñas.

Por fin, el orden natural de las cosas se ha restablecido, las divinidades se han apiadado de mí y los Magos de Oriente me han traído mi cesta originaria.

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