Complicidades

Los exotismos

Los  exotismos

Los exotismos / Carlos Marzal

Carlos Marzal

Carlos Marzal

El amor por lo exótico, como todos los amores, no tiene demasiada explicación racional. Es un impulso, una inclinación, una chifladura que cada cual sufre a su manera. A menudo me lo he explicado como una suerte de miopía sentimental inversa. Los miopes no vemos bien de lejos, el horizonte se nos distorsiona sin gafas, se difumina. Los exotistas, en cambio, sólo ven con claridad lo lejano, sólo aprecian lo que viene de fuera, les pone cualquier cosa con tal que sea lo que no tienen a la vuelta de la esquina.

He conocido y conozco diferentes amigos de lo exótico, cada uno con su grado particular de pasión por la rareza, de querencia hacia lo extraño y singular (hacia lo que ellos entendían como singular y extraño, claro está).

Hay quien se derrite ante las chinerías, por ejemplo, entendiendo por ello, a grandes rasgos, cualquier cosa que suene a orientalismo, provenga de donde provenga. Gente curiosa que llena la casa de budas, y de papiros con caligrafía china o japonesa en donde vaya usted a saber qué hay escrito. Gente que se envuelve en batines de dragones cuando anda por casa y fuma con boquilla extralarga de baquelita, como un Fu-Man-Chú del barrio de Lavapiés, pongamos por caso.

Algunos amigos han sido perseguidores eróticos del exotismo: sólo contemplaban la posibilidad de enamorarse sucesivamente de novias extranjeras. Resultaban inmunes a la belleza nacional. Las mujeres de aquí nacían con una tara congénita que las hacía indeseables: el hecho de no ser de allí. En cambio, se derretían por cualquiera que tuviese pasaporte extranjero. (Alguna vez admitieron mujeres vascas, porque ser vasco, sin duda, es la manera más exótica de ser español, piensen lo que piensen algunos vascos acerca de España.)

Los escritores, que son individuos propensos a la hipérbole y a la teatralización, han sido exotistas contumaces, casi hasta el hartazgo. Las fiebres exóticas los han empujado a recorrer el mundo y a dárselas de lo que no eran, para ser de otro modo, más acorde con sus locuras privadas. La historia de la literatura está llena de franceses que han querido ser ingleses, de ingleses que han querido ser franchutes, de españoles que han querido ser italianos, y otros intercambios identitarios de naturaleza psíquica y biográfica.

Rubén Darío, cónsul nicaragüense en el mundo, poeta genial y adorador de los exotismos verbales, de los joyeles de sonoridad esdrújula dejó dicho: Mi mujer es de mi tierra; mi querida de París. Porque París era lo más exótico del mundo para un nicaragüense decimonónico, y desde entonces para cualquier escritor hispanoamericano, que está obligado a cursar de su bachillerato experiencial a orillas del Sena.

En realidad, todos somos criaturas exóticas, observados desde el balcón de enfrente, desde la otra acera, desde el jardín del vecino.

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