¿Fueron los judíos más inteligentes que la media de la población europea?

Entre 1847 y 1947 un tercio de las personas que transformaron el mundo tenían orígenes judíos.

¿Fueron los judíos más inteligentes que la media de la población europea?

¿Fueron los judíos más inteligentes que la media de la población europea? / Javier Paniagua

Javier Paniagua

No es fácil explicar por qué desde mediados del siglo XIX y del siglo XX personas de ascendía judía han contribuido de manera decisiva al pensamiento científico, técnico, o social, de tal manera que han servido para transformar el mundo. Esta es la tarea que trata de explicar el periodista, crítico musical e historiador Norman Lebrerecht (Londres, 1948) en su libro Genio y ansiedad. Cómo los judíos cambiaron el mundo, 1847-1947 (Alianza, 2022) La persecución de las comunidades judías o de las personas consideradas como tales ha sido una realidad que en la actualidad persiste. El antisemitismo, el antisionismo o la judeofobia (tres de los términos empleados) es una constante en el mundo occidental. Desde el Imperio Romano y la Edad Media europea se han desarrollado estereotipos que se repiten a lo largo de los siglos. Una sociedad hegemonizada por la Cristiandad lo justificó acusándoles de ser los asesinos de Jesucristo, no arrepentirse y continuar practicando sus ritos religiosos despreciando los Evangelios. Y ello se combinaba con su condición de minoría social residiendo en comunidades separadas (las llamadas juderías), con costumbres culturales propias, pero sin los mismos derechos que los habitantes del lugar donde habitaban.

Desarrollaron profesiones artesanales con gran habilidad ya que no podían ser propietarios de tierras, además impulsaron el sistema monetario y el comercio. Practicaron, también, el préstamo en sociedades donde estaba prohibida la usura y fueron tachados de usureros, como refleja parte de la literatura de aquellas épocas. Y en distintas coyunturas de crisis eran acusados de ser los causantes del malestar social, por lo que serían perseguidos y masacrados. Desde el nacimiento de los pre-estados modernos europeos, con los Reyes Católicos entre otros, la animadversión política y social hacia la minoría judía ha sido una constante histórica. Una crónica de matanzas recorre parte de la historia de Europa y son pocos los lugares donde podían vivir con cierta tranquilidad. La familia de uno de los grandes filósofos del siglo XVII, Baruch Spinoza, huyó de la Inquisición portuguesa a los Países Bajos para evitar la persecución y disfrutar de una cierta libertad.

A partir de la segunda mitad del siglo XIX muchos de ellos fueron integrándose en la sociedad en la que habían nacido o vivían, algunos se convirtieron al cristianismo, otros simplemente se olvidaron de sus creencias y en muchos casos conservaron, por tradición, costumbres judías, como ocurre con gentes de ascendencia cristiana, que celebran la Navidad o la Pascua sin ser practicantes o creyentes. Pero eso no les evitó de ser tachados de judíos, sobre todo cuando las explicaciones religiosas cristianas pasaron a convertirse en prejuicios racistas. Ya en el siglo XVIII el conde Henry Boulainvillers intentaba demostrar que la raza franca o germánica era superior a la galo-romana, y en el XIX a los judíos se les aplicó la condición de raza inferior, como lo hizo el pangermanista Georg von Schönerer aludiendo al sustrato biológico. Lo que sirvió para que se extendiera por Europa la idea su inferioridad racial ya que habían mantenido una endogamia permanente. Un representante de la Ilustración como Voltaire consideraba, en su Diccionario Filosófico, que «sus leyes pudiéramos considerarlas como dictadas para salvajes». El filósofo Kant pensaba que los judíos eran incapaces de trascender el materialismo mundano, y el compositor Richard Wagner afirmaba que el judío «habla el idioma de la nación en la que habita de generación en generación, pero siempre lo habla como un extranjero». Este ha sido un argumento que se ha repetido, frecuentemente, para descalificarlos de antinacionalistas, contrarios a identificarse con el estado-nación en el que vivían y conspirar contra la identidad de los pueblos. En 1902, la policía de la Rusia zarista se inventó un libelo, Los protocolos de los sabios de Sión, para difundir que los judíos proyectaban controlar el mundo con sus ideas universalistas.

Es a partir del caso Dreyfus cuando empieza a extenderse el temor por la pérdida de la ciudadanía y mantienen una mayor prudencia, acentuando su vinculación al nacionalismo del país en que residen. Incluso en el régimen soviético, que proclamó la liberación de todo tipo de opresión, sufrieron persecución en la época de Stalin. Pero aun así la judeofobia se extiende con fuerza por Europa hasta llegar a su separación de la comunidad social primero y al intento de su aniquilación después con el nazismo alemán, desarrollado por Adolf Hitler en su libro-manifiesto Mein Kampf. Así, el Holocausto es el producto final de una historia que ejecutan los nazis pero que viene avalada por siglos de marginación y descalificación extendida por toda Europa. Y, sin embargo, su contribución a la ciencia, la cultura y la filosofía política tiene un alto índice de productividad. Pero, como destaca Lebrecht, el fenómeno no puede atribuirse a una predisposición genética que les hiciera estar dotados de una inteligencia superior a la de la media: «Si los judíos destacan en algún área se debe a la cultura y la experiencia, no al ADN. Ante la adversidad los judíos aprendieron a pensar de una forma distinta a los demás, y quizás, a pensar más» (pg. 20). Lo cierto es que, durante la República de Weimar, cinco de los nueve premios Nobel eran judíos, y 30 de los 52 grandes bancos privados alemanes los regentaban familias judías. También lo eran intelectuales como Adorno, Marcuse, Benjamín, Horkheimer o Fromm, o dirigentes bolcheviques: Trotski, Kamenev y Zinoviev (eliminados por Stalin) entre otros muchos: Marx, Freud, Einstein, Kafka, el poeta Heine, los compositores Mendelssohn y Mahler, y el biólogo Karl Landsteiner, que descubrió los tipos de sangre. Entre 1847 y 1947 un tercio de las personas que transformaron el mundo tenían orígenes judíos, aunque muchos renegaran de ellos para evitar la marginación.

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