El eco de las voces

Ovejero hilvana en ‘Vibración’ enfrentamientos que se van transmitiendo entre generaciones

El eco de las voces

El eco de las voces

Alfons Cervera

Alfons Cervera

«No tener nada que contar es lo más triste que hay en este mundo», dice un personaje del relato Los cuentos que nos contamos cuando estamos muertos. Pertenece al libro Mientras estamos muertos, del mismo José Ovejero que firma la autoría de Vibración, recién publicado en estos comienzos de año. Fascinación. Ésa sería la palabra exacta. La más justa si no queremos irnos por las ramas a la hora de escribir sobre un libro que demuestra desde las primeras líneas lo mejor que le podemos exigir a su escritura: un libro es un lugar para vivir. Y será en ese lugar donde irán apareciendo no tanto los personajes que lo habitan sino sus voces. Un eco de esas voces que se sumergirán, llegadas las noches con o sin luna llena, en los inframundos de la destrucción. Los cuerpos ocultos en el rito que los llevaron a convertirse en piedra. El agua del pantano, por donde asoman los restos de lo que hubo antes, como una de esas necrópolis que hablan de cuando el pueblo ni se sabía lo que era, lo que había sido antes de lo antes. Todo silencio, como si las voces se hubieran quedado colgadas de una casa sumergida en las aguas sucias donde desembocan la historia y la necesidad de contarla para que todo lo que había se muera un poco menos que si sólo existiera el silencio: «No podían ver que el pueblo se estaba quedando vacío, pero sí les extrañaba el silencio, que ya sólo se oyese el frotarse de las lombrices contra la tierra…».

He nacido y sigo viendo en uno de esos pueblos. Sé de lo que hablo cuando escribo de la fascinación que me provoca la lectura de este libro que me conmueve y enrabieta al mismo tiempo. Sé de la «repetición del asombro de un niño» cuando recorremos los pasadizos mágicos de la historia de un sitio y de sus gentes casi prehistóricas, cuando no había ni siquiera alguien que la escribiera porque eso vendría mucho más tarde y a lo mejor fue entonces -mucho más tarde- cuando el paso del tiempo y la supervivencia imposible acabaran con la posibilidad de que las noches -con luna llena o sin ella- fueran el espacio sagrado donde celebrar los rituales que sellaron el destino de un pueblo perdido en la montaña, y la montaña ahogada en el fondo del pantano. Sé, por lo tanto, lo que significa el asombro, a pesar de que aparentemente todo esté determinado de antemano: como en aquella historia maravillosa que contaba Antonio Rabinad en un libro titulado precisamente El niño asombrado, extraviados los ojos desde la terraza de su casa pobre sobre lo que iba quedando de un barrio barcelonés hecho ruinas por lo que poco a poco se iba convirtiendo en futuro.

Y los nombres. Los nombres de sus habitantes. Los de quienes se fueron para no regresar nunca porque al final vivir se ha convertido en una costumbre. Aunque nunca el sitio al que llegas será tuyo, no pasa nada. Tampoco en el que has vivido hasta la huida tenía mucho de lo que tú habrías querido que tuviera. Como Emilio, que se fue a la ciudad y al cabo del tiempo dice él mismo que es como si no se hubiera movido del sitio. Son los ecos de las voces que nunca desaparecerán del todo vayas donde vayas. También los nombres de quienes se fueron pero para volver no mucho después. A ver qué hay en las afueras, qué es lo que aquí llamamos vida y lejos a saber. Y verán que no habrá nada demasiado distinto a lo que dejan atrás. Mientras tanto, el hueco lo han ido ocupando otras gentes. Sin raíces. Forasteros, los llaman. No saber si llegarán para añadir sus voces a las que fueron quedando por las trochas enrevesadas -a trechos, inextricables- del abandono. Todo lo que quedó fue la seguridad de las vidas convertidas en el mármol de los ritos nocturnos, en los roces entre la vida y la muerte, entre la violencia y un desasosiego que se quedaba en calma porque estés donde estés siempre habrá una salida abierta a la esperanza. O eso crees.

Regresaba estos días a mis viejos libros de siempre. Me gustan esos regresos. He escrito mucho sobre la vuelta a los orígenes (también eso es este libro inmenso que les estoy contando), cuando apenas sabíamos nada de los libros y la vida. Aquí tengo Memorabilia, de Juan Gil-Albert. Y veo un subrayado de 1975: «Día puede llegar en que, inesperadamente, de aquel mundo inerte que tiene algo de guardarropía se oiga una voz o se ilumine un relámpago: se nos revele un sentido oculto» El sentido oculto del que surgirá -lo escribo de nuevo- el asombro. La necesidad de contar ese asombro. La primera línea de esto que escribo: qué tristeza no tener nada que contar. Por eso escribe José Ovejero sus libros en los que sobre todo lo demás sucede lo extraordinario: la imposibilidad de mantenerte en calma mientras dura la lectura. Y aún menos cuando esa lectura acaba y lo que ves es cómo sobresalen las voces por encima de las aguas estancadas del pantano, del silencio de los sitios abandonados, de la herrumbre de unas vidas sometidas a la devastación. Es entonces cuando la escritura -eso que hace verdad todas las historias- resuena como esa vibración que sigue la huella de las voces que la habitan: «Eso es lo que une al universo entero: las vibraciones, picos y valles que se suceden, armonizan o colisionan… Hay una sucesión de ondas que nos unen con el pasado y con el futuro, un sonido que nos conecta… Si prestamos atención, esa es la única verdad que se impone: todo vibra…. O, si lo prefieres, todo está latiendo».

Escribir es una búsqueda sin saber lo que te vas a encontrar no al final sino mientras escribes. Cada paso es un acercamiento al vacío. De ahí, la fascinación que me provoca la escritura de José Ovejero, un escritor del que resulta imposible no sentirte cómplice por las historias que cuenta en sus libros. Y sobre todo y lo más importante: por cómo las cuenta. Si ustedes leen Vibración, ojalá sientan como yo el eco impresionante de sus voces. Ojalá sientan ese eco, ¿vale? Ojalá.