Inspiración

Carlos Marzal

Carlos Marzal

El asunto de la inspiración es tan viejo como el hombre, y el arte tan viejo como la inspiración. El hombre es hombre porque respira, porque inspira, y también porque crea, porque siente el mundo de una determinada forma que llamamos arte. De manera que el hombre es un ser doblemente inspirado: porque se hace con el aire que vive a su alrededor, para sobrevivir, y porque hace con lo que vive alrededor, mediante impulsos de su espíritu, cosas bellas que le facilitan la vida. Él inspira el aire, y el aire lo inspira a él. Todo es viejo bajo el cielo, y todo es nuevo.

La idea de la inspiración artística apareció, por supuesto, con el primer artista. Digamos que con el pintor que representó una manada de bisontes y un grupo de cazadores en las paredes de la cueva, para que al día siguiente el acecho de los animales les fuera propicio, y les granjeara carne, sebo, pieles, dientes, astas. Aquel pintor, que también dejó impresas las huellas de sus manos en la piedra, pretendía ser un individuo inspirado; es decir, que la inspiración lo pusiera en contacto con las misteriosas fuerzas de la naturaleza, unas fuerzas que intuía más poderosas que él mismo. Desde entonces, cada vez que alguien ha mojado su pincel en un pigmento, o su pluma en tinta para escribir; o cada vez que alguien ha percutido con un martillo contra su cincel, para desentrañarle al mármol su escultura; o cada vez que alguien pulsaba las cuerdas de su instrumento, o ejecutaba una pirueta armónica sobre las puntas de sus pies; cualquiera que intentase crear algo que lo explicara a él, y con lo que trataba de explicarse el mundo, a la vez que emocionaba a los demás, ha comprobado cómo en ciertas ocasiones algo sencillo y fácil lo empujaba en el mismo acto de crear: el aliento de la inspiración, el célebre no se sabe qué, lo caído del cielo, lo que no tiene nombre, lo que regalan las divinidades.

Los poetas debemos creer en la inspiración, aunque el hecho de creer en ella no nos convierte en poetas inspirados. Hay que hacerse merecedor de ella, y uno no sabe muy bien cómo conseguir ese merecimiento.

He comprobado que, a fuerza de creer demasiado en esa fuerza, algunos poetas pierden el sentido de la realidad. Si uno cree que puede entablar conversación telefónica frecuente con las divinidades, acaba por considerarse un elegido, y lo cierto es que nadie elige la inspiración, sino que, en todo caso, es rozado por ella. Bécquer – el romántico que acabó con las exageraciones del Romanticismo- fue el primero en nuestra tradición que habló de la necesidad de aunar emoción y técnica, arrebato y oficio. Desde entonces, la inspiración es otra cosa, pero seguimos sin saber muy bien qué.