El arte de ajustar cuentas

Las viñetas son, a veces, retratos de urgencia y convertidas en tiras (cómicas o no) poseen un especial dinamismo que no da la simple sucesión de imágenes fijas.

No me parece un género muy alemán, pero es el que eligió Hans Magnus Enzensberger en Artistas de la supervivencia para exponer en paños menores las triquiñuelas y complicidades de los oficios artísticos en tiempos feroces, totalitarios, o como diría la Ajmátova, «en un siglo de lobos».

También trata de la resistencia honrosa y el desvanecimiento voluntario (incluido el suicidio) de quienes vivieron el espanto del gulag y los campos de exterminio, soviéticos o nazis o de cualquier agregado a la cátedra del horror (españoles, rumanos, húngaros: aquí no se salva nadie).

Si algo destaca en estas viñetas son ciertos autores alemanes (entre ellos varias autoras) muy neuróticos, de vida singular y poco conocidos fuera de las fronteras de la lengua alemana.

La traducción es traslación

En esta traducción al castellano, Enzensberger acredita su condición de mosca cojonera y se presenta como amigo de un tipo como Kapuscinski, un personaje casi intocable, periodista y colosal narrador del que dice: «¿Cómo le debía haber dejado el Partido deambular sin ser molestado durante décadas y escribir lo que le diera la gana si no le hubieran caído algunas migajas?»

Su vignette dedicada a Cela esta urdida con mimbres que cualquiera podría encontrar en internet. Cela tenía sus problemas para ser, en el exterior, lo que fácilmente era entre paisanos: un genio de la promoción propia que en tierra de garbanzos era imbatible. En presencia de Ernst Jünger, Enzensberger se siente insignificante –lo dice de burla– ante la cantidad y altura de los personajes de la política que honran al escritor centenario en su casa de guardabosques de Wilflingen.

De todos los citados en el párrafo anterior, más André Breton que lo añado ahora, tiene Enzensberger mala opinión y facilidad para aportar datos: puede pescar en aguas diversas y se defiende muy bien en, como poco, más de media docena de lenguas, el noruego entre ellas y, por supuesto, el castellano. Lo que Enzensberger no sabe por confidencias, lo averigua como periodista y editor. Aquí hay un rasgo precioso de Enzensberger: Europa, al final, es ese sitio en donde un ensayo berlinés o una novela visionaria procedente de Praga puede fundirse en un par de meses en moldes italianos o flamencos. Función pontifical.

El ensayo como arte

La mayoría de los literatos se sienten empequeñecidos ante un buen narrador, Enzesberger lo sabe, incluso lo padece cuando un novelista como Ismail Kadaré, ha de recurrir a circuitos discretos para explicar su prodigiosa supervivencia como autor de éxito en la Albania de Enver Hoxha donde te podían fusilar por chupar un pirulí. Lo dicho también reza para el único autor chino de este florilegio: de haber seguido vivo suficientes años a Lu Xun lo hubieran fusilado por las mismas razones por las que fue elevado a la peana más alta.

En Artistas de la supervivencia salen mucho rusos, como no podía ser de otro modo. El trío (también en forma de ménage à trois) formado por Ósip Mandelstam, su esposa Nadiezhda Mandelstam y Anna Ajmátova se levanta colosal ante la máquina de picar carne que es Stalin y sus tribunales del terror aviciados con las matanzas. Y aquí se da pie a varias gestiones, a cuál más surrealista. Stalin que hizo en el seminario algunos versitos conmiserativos con su propia persona, necesita saber si Mandelstam es, en verdad, de los grandes y es su hombre de confianza, policía político y crítico literario ocasional, Yagoda, el que tiene que bregar con semejante capricho del tirano, que no ignora que la posteridad siempre salva, una temporada o dos, a los mejores poetas y los absuelve de cualquier pecado o responsabilidad. Rusia es el único país del mundo donde las porteras y los trapecistas asisten a veladas líricas.

Stalin se juega el no ser en este lance porque un gran poeta no surge todos los días, pero se le adelanta Mandelsman que avanza hacia el matadero: «Y cuando osamos hablar a medias, / al montañés del Kremlin siempre evocamos. /Sus gordos dedos son sebosos gusanos/ y sus seguras palabras, pesadas pesas/ de sus bigotes se carcajean las cucarachas/y relucen las cañas de sus botas».

No hace falta añadir que era carne de gulag.

Es curioso que a la vera de semejantes espantos los poetas profesionales se rifan hostias tratando de averiguar cuál es el mejor de ellos y quien necesita aún un par de pulidos o en plan sacrificial, pasan de matute originales escamoteados a las bandas de cretinos al servicio del Partido o se aprenden de memoria, para salvarlos, poemarios y relatos de todo tipo.

Limitaciones

En este libro Enzensberger habla poco de su labor como poeta, tal vez por modestia o porque tiene otras urgencias, como reseñar a los autores que sobre suelo movedizo y a costa de su seguridad y patrimonio, ofrecieron un gesto de valor ante el paredón o entre agusanados juristas con los bolsillos repletos de trucos. Algunos lo hicieron por despiste, porque trataron de tomar el avión demasiado tarde. No importa: era el caso del gran Joseph Roth que quería matarse a base de tragos ya que la iglesia católica no podía legitimar el suicidio. Algunos impacientes –Klaus Mann, Stefan Zweig– decidieron quitarse de en medio más tarde o demasiado pronto, pero eso ¿Quién lo sabe?     

Puede que sea por la edad pero en este libro Enzensberger no muestra el prodigioso rayo irónico que descargó en las brillantes páginas de ensayos como Mediocridad y delirio, en donde trataba de dilucidar que clase de romance turbio manteníamos con la pantalla de la tele y el mando a distancia hasta fabricar mediante saltos de un canal a otro una especie de maquinaria búdica donde toda forma es vacuidad y los hinchas de un gran equipo europeo apedrean semáforos y palacios de congresos sin sujetarse a ningún propósito que la bronca misma.

Toques diversos

Es posible que con estos mismos materiales hubieran salido unas viñetas más sabrosas, menos serias o malhumoradas, algo así ya lo habría hecho Javier Marías y sin perder su empaque anglo, pero el trabajo de Enzensberger no es inocuo ni irrelevante en modo alguno. Cuando muere André Bretón salen a subasta sus bibelots más preciados y toda clase de cuadros de la vanguardia clásica que, en conjunto, fueron valorados en 46 millones de euros. También Pablo Neruda era dado a amontonar mascarones de proa y estrellas de mar y el Bertolt Brecht que vemos es un predador de sus colaboradores y un poco más aún de sus colaboradoras.

Resultan conmovedoras un par de viñetas, una muy tierna dedicada al humorista P.G. Wodehouse, el preferido de John Le Carré y la reina Isabel II; la otra, del único autor en hebreo e israelí recogido en esta antología que proclama: «Nosotros, los israelíes no deberíamos gobernar a gente que no quiere ser gobernada por nosotros». Rabiosa actualidad.