Con la muerte en los talones

Salman Rushdie narra cómo sobrevivió al atentado contra su vida treinta años después de la fatwa del ayatolá Jomeini

Con la muerte  en los talones

Con la muerte en los talones / SUSANA FORTES

Susana Fortes

De su grupo de amigos escritores era el que tenía más números de la rifa para morir. Sobre él pesaba una condena a muerte y una recompensa equivalente a tres millones de dólares para quien la ejecutara. La fetua fue dictada el 14 de febrero de 1989 por el ayatolá iraní Jomeini.

Pocas semanas después Salman Rushdie asistía a un oficio conmemorativo en recuerdo de su amigo, el viajero inglés Bruce Chatwin, en la iglesia londinense de Moscow Road. En la ceremonia el novelista Paul Theroux, que se hallaba sentado justo detrás de él, le dijo con el típico humor negro británico: «Supongo que la semana que viene estaremos aquí por ti, Salman».

Sin embargo Rushdie sigue vivo. De milagro, pero vivo. Muchos de los escritores y amigos de su generación ya no lo están, Ángela Carter, Chatwin, Raymond Carver, Christopher Hitchens, Martin Amis, Paul Auster…. Tampoco lo está su traductor al japonés Hitoshi Igarashi que fue apuñalado hasta morir en 1991. Unos días antes, en Milán, un desconocido atacó también con un cuchillo al traductor al italiano. En 1993, en Sivas, extremistas islámicos incendiaron el hotel donde se hallaba el traductor al turco. Ese mismo año, el editor noruego de la novela fue tiroteado por la espalda. Entretanto murieron asesinados en Francia y Suiza numerosos opositores al régimen iraní en el exilio.

El motivo alegado para tanta barbarie es como ocurre a veces un pequeño malentendido. Según la tradición islámica, la escritura del Corán fue dictada a Mahoma por Alá a través del arcángel Gabriel. Para vencer la resistencia que mostraban sus vecinos de La Meca a ser convertidos, Mahoma incluyó cuatro versículos sobre tres diosas locales. Pero más tarde decidió suprimirlos. En árabe esos versículos se conocen como gharaniq o grullas. Sin embargo los eruditos orientalistas británicos del siglo XIX los bautizaron como «versos satánicos» y así es como Rushdie tituló su novela. Aunque el error de origen procedía de la traducción de los eruditos británicos, en el viaje del árabe al inglés el título se transformó en blasfemia intolerable para los fundamentalistas.

El escritor tuvo que desaparecer en la clandestinidad, protegido día y noche por Scotland Yard. Vivió como un topo, a salto de mata en paradero desconocido, acompañado siempre por agentes de policía armados, bajo el nombre ficticio de Joseph Anton, en homenaje a sus dos escritores favoritos, Joseph Conrad y Anton Chéjov.

La reacción de sus compatriotas no siempre fue valiente. Algunos notables defensores de la libertad de expresión consideraban que Rashdie causaba demasiadas molestias. Y que su seguridad salía muy cara al erario público. La mejor respuesta a estos comentarios la dio su amigo Ian MacIwan durante una rueda de prensa en Madrid: «El coste de proteger al príncipe Carlos es mucho mayor que el de proteger a Rushdie, y él nunca ha escrito nada interesante».

Pero Rushdie estaba cansado de habladurías y de tener que vivir escondido y se largó a Nueva York. Una ciudad en la que se sentía feliz y en la que conoció a su actual esposa Rachel Eliza Griffith. «Salíamos a cenar juntos, íbamos al teatro, animábamos a los Yankees cuando jugaban en el Stadium, íbamos a galerías de arte, brincábamos en conciertos de rock… la vida normal de los neoyorquinos».

Un día su agente, el famoso Andrew Wylie, los invitó a cenar a Nick & Tony’s, un restaurante de moda en el East Hampton. Cuando estaban sentados se acercó a saludarlos un artista famoso y señalando a Rashdie como si fuera una bomba humana, le preguntó: «¿Deberíamos asustarnos y salir corriendo de aquí?».

-No sé – le contestó Rashdie- yo voy a cenar. Usted haga lo que mejor le parezca.

En esa respuesta está contenida la mayor lección de heroísmo cívico contemporáneo. Y ese es exactamente el tono coloquial, despojado de artificios y levemente irónico que respira su último libro, Cuchillo, en el que cuenta el atentado que sufrió en Nueva York.

Era el 12 de agosto de 2022, un viernes soleado normal y corriente, a las once menos cuarto de la mañana. Todo iba bien. Se disponía a dar una conferencia en el estado de Buffalo. Había mucha gente en el anfiteatro aplaudiendo. Él levantó una mano en señal de agradecimiento antes de empezar a hablar. Y entonces, con el rabillo del ojo derecho vio la última cosa que iba a ver con ese ojo. Un tipo vestido de negro que corría en dirección a él por el pasillo de la zona de butacas. Prendas negras, pasamontañas negro. Se puso de pie, mientras lo veía avanzar. No intentó echar a correr. Estaba paralizado. Lo primero que pensó fue: «O sea que eres tú». Y lo segundo: «Vamos, no fastidies, si han pasado más de treinta años…» Y tenía razón el asesino ni siquiera había nacido cuando se publicó la fetua, ni siquiera había leído los versos satánicos ni probablemente ningún otro libro.

El ataque duró veintisiete segundos. En ese tiempo consiguió asestarle 15 puñaladas, en el cuello, en el ojo, en el pecho, en los brazos… algunas casi mortales, pero Rashdie no estaba por la labor de morirse.

Durante la convalecencia comprendió que la fetua podía acabar con él como escritor, de dos maneras diferentes: si empezaba a escribir libros «atemorizados», o si empezaba a escribir libros «vengativos».

«Para demostrar que los fanáticos se equivocan, tenemos que estar de acuerdo en qué es lo que importa: besarse en público, los bocadillos de jamón, la divergencia de opiniones, la última moda, la literatura, la generosidad, el agua, una distribución más justa de los recursos mundiales, las películas, la música, la libertad de pensamiento, la belleza, el amor…» Reflexiona a propósito de este libro, el mejor en mi opinión de toda su obra.

Una de las escenas más emocionantes es cuando después del largo periplo hospitalario, debatiéndose entre la vida y la muerte en quirófanos y centros de rehabilitación, regresa por fin a su apartamento neoyorkino y lo primero que ve es la fotografía enmarcada que hay sobre la repisa de la chimenea. En la foto él tiene unos siete años y está tumbado en la cama leyéndole un libro a sus hermanas que le escuchan extasiadas en el cuarto de los niños de su casa materna en Bombay. El libro es Peter Pan.

En ese momento exacto Rushdie sabe que está a salvo.

Y nosotros también.