30 años de la "noche aciaga" en la que aparecieron las niñas de Alcàsser

El delegado de la edición de la Ribera de Levante-EMV fue una de las primeras personas que acudió a la Romana y cuenta en primera persona cómo vivió la tarde en la que se hallaron los cuerpos de Miriam, Toñi y Desirée

La noticia puede saltar en cualquier sitio. Esa monserga gremial que cualquier estudiante de periodismo escucha habitualmente en la facultad o que sermonean con sorna los redactor-jefes que esparcen su ufana sabiduría profesional por todos los rincones de la redacción ante los aprendices más inexpertos suele sacudir las conciencias de quienes acceden al oficio con las hechuras tiernas. Se trata de un bautismo profano que acostumbran a ordenar quienes ya están curados de espanto y que aceptan con resignación cuantos aguardan esa soñada primera gran oportunidad que solo pueden brindarte los grandes titulares de la portada. Es una prueba de fuego que queda imperecederamente grabada en la memoria de los principiantes que fantasean con narrar lo que nadie ha visto. Aquella maldita tarde del miércoles 27 de enero de 1993 ese reto tan inesperado como ilusionante atrapó a dos informadores de Levante-EMV que, entonces, todavía mantenían sacralizada la tarea de informar a la ciudadanía. El acontecimiento que la sociedad aguardaba con impaciencia durante más de setenta días agitaba la actualidad y no había tiempo que perder. Tras meses de incertidumbre y cábalas amarillistas que también removían los cimientos de la prensa seria, había que certificar que en un paraje inhóspito y poco accesible de Tous habían aparecido al fin los cadáveres de las tres niñas de Alcàsser.

La primera lección que el fotógrafo Vicent M. Pastor y yo aprendimos aquella desventurada noche es que no hay desafío profesional que no comporte riesgo y abundantes dosis de sacrificio. Acceder a la zona escogida por la cuadrilla de criminales que secuestró, violó y asesinó a Desirée Hernández, Miriam García y Antonia Gómez fue un infierno equiparable a la desazón que provoca a los escritores observar un folio en blanco. Fue una auténtica tortura transitar por aquellos confines montañosos. Caminos pedregosos, escarpados y polvorientos cuyos desniveles retaban el discreto tamaño y la limitada potencia del modesto Renault 5 con el que emprendimos aquella funesta aventura. Acertar el itinerario ya fue un handicap mayúsculo. El punto de destino se encontraba muy alejado de las carreteras convencionales. Se trataba de una zona agreste y poco transitada, un rincón boscoso aislado de la civilización que sólo podían conocer los cazadores, los apicultores o algún excursionista que deseara desconectarse del mundo. Una vez perdida de vista la urbanización Lloma Molina de Catadau, el último enclave colonizado por la especie humana, había que adentrarse en un territorio desconocido plagado de desniveles, barrancos y una vegetación habituada a ocupar todos los espacios que el hombre desdeña. La carretera, sin asfalto, era sinuosa y la oscuridad de la temprana noche invernal tampoco ayudaba a predecir el trayecto.

Jamás podré justificar cómo alcanzamos el objetivo. No sé cómo lo conseguimos. El vial se bifurcaba con frecuencia para desintegrarse en un complejo entramado de sendas por las que sólo podíamos concebir que marcaban el paso las alimañas. A los pocos kilómetros de haber dejado atrás cualquier rastro de vida humana, la atmósfera adquiría pureza y el silencio ganaba espacios hasta dominar por completo la montaña. El fotógrafo, acostumbrado a sortear obstáculos y a sublimar la orientación para no perderse el plano que mejor retrata cada escena, delataba con una variado muestrario de resoplidos su ofuscación y hasta admitía con una naturalidad impropia de su carácter que estaba preocupado y aturdido. En varias ocasiones, conscientes ambos de que nos habíamos extraviado, convinimos que lo más oportuno era detener el coche, parar el motor y dejarnos guiar por cualquier sonido o rastro lumínico que pudiera ofrecernos una guía, una esperanza a la que agarrarse. Sabíamos que, pronto o tarde, podríamos seguir el rastro de cualquier patrulla de la Guardia Civil o del vehículo de transporte fúnebre para alcanzar aquella insolente sepultura. Pero no había manera de encontrar indicios. Durante más de una hora centramos nuestra agudeza visual en examinar las huellas de los automóviles que nos habían precedido marcadas en las zonas más húmedas de la carretera. El fango nos ofreció de vez en cuando algún vestigio.

La noche, ya cerrada, solo permitían adivinar restos de una fosa excavada junto a tres cadáveres cubiertos con una funda de plástico que estaban sin identificar oficialmente

Tras no pocas frustraciones, temores y desesperanzas que nos forzaban a avanzar muy lentamente obtuvimos, como siempre por casualidad, algún rédito. Al final se hizo la luz entre tantas tinieblas. Literalmente. Era un destello azulón, intermitente y giratorio el que amplificaba nuestras pupilas a una distancia que, tras los abruptos kilómetros que habíamos recorrido sin un itinerario definido, se nos antojaba muy asequible. Eran las señales luminosas de emergencia que desprendía uno de los todoterrenos que había desplazado la Guardia Civil. Enfilamos hacia ese faro estratégico y no tardamos en alcanzar la meta. La escena estaba dominada por los agentes y las sombras. La noche, ya cerrada, solo permitían adivinar restos de una fosa excavada junto a tres cadáveres cubiertos con una funda de plástico que estaban sin identificar oficialmente, aunque todos los testigos de aquel desdichado hallazgo trabajábamos con la certeza de que eran las tres adolescentes de Alcàsser, a quienes las casualidades que determinan buena parte de la existencia habían reservado el 13 de noviembre de 1992 un amargo final por las atrocidades que es capaz de concebir la mente humana mientras hacían autoestop con ánimo de desplazarse a una fiesta estudiantil organizada en una discoteca de Picassent.

Los cuerpos, que estaban maniatados, apilados y envueltos con una alfombra muy grande, presentaban los inevitables signos de descomposición que exhibe el tejido humano a las diez semanas de fallecer. Habían sido enterrados en una fosa muy grande a quince kilómetros de la presa de Tous y una distancia equivalente de Catadau, el municipio más próximo. Habían transcurrido 74 días desde la desaparición de las tres niñas cuando un apicultor de 69 años que residía en Real de Montroi y su consuegro comprobaban a las diez y media de la mañana el estado de las colmenas que habían instalado junto al barranco de la Romana. Al desplazarse por la zona descubrieron un brazo humano semienterrado que llevaba un imponente reloj agarrado a la muñeca. Tanto ellos como los policías que trataron después de desenterrar el cadáver intuyeron que se trataba de un hombre hasta que la excavación confirmó el peor de los presagios: en realidad eran las tres jóvenes cuya desaparición alimentaba durante semanas tanto la zozobra social como los peores instintos periodísticos. El hallazgo, lejos de serenar el debate público, elevó las dosis del morbo y el retorcimiento, al menos entre las covachuelas del mercado audiovisual más propenso a salpimentar el relato para avivar las audiencias. La compleja trama familiar y delictiva de algunos de los implicados y la huida de los principales sospechosos aportaban suficientes elementos para entretener a los adictos a las fábulas.

Los cadáveres fueron introducidos en tres ataúdes que se cargaron en dos Nissan Patrol de la Benemérita atados con cuerdas y correas ante la incapacidad del coche fúnebre para alcanzar la zona en la que se cavó la fosa. El juez titular del juzgado de instrucción número seis de Alzira, José Miguel Bort, ordenó un meticulosa exhumación y autorizó el traslado. No fue fácil. Solo las linternas de los agentes permitían iluminar la escena. Esos haces lumínicos, que abrían entre tanta oscuridad franjas poliédricas de una realidad estremecedora, helaban la sangre. No fue una buena noche por mucho que el instinto profesional incitara a soñar con la relevancia que pudiera alcanzar la crónica. La bomba de la siempre caprichosa actualidad había estallado cerca y había que aprovechar las ventajas de convertirse en testigos privilegiados de un acontecimiento histórico, pero en lo alto de aquella sierra y ante un panorama tan tenebroso el prurito profesional no parecía tan gratificante. Los féretros fueron trasladados al cuartel de la Guardia Civil de Llombai, desde donde se enviaron después al Instituto Anatómico Forense de València. Allí se practicó después la autopsia que confirmó la identidad. Una de las niñas llevaba el reloj parado a las 11.10 horas.