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los jueves, milagro

aquellos largos y cálidos veranos

aquellos largos y cálidos veranos

En la prehistoria de los años 50, los veranos duraban tres meses, como era de rigor, y las familias gandienses de posibles veraneaban en sus chalets de la playa, junto a lo más granado de la burguesía alcoyana. Los días eran larguísimos y, para los niños, transcurrían pautados por el rito del baño, la siesta, la llegada del chambitero y la caza del parotet: «Fuig, fuig parotet que t'agarre del rabet».

Como entonces no existían cremas protectoras, a la hora del baño nos untaban con aceite de Otos, y nos divertíamos buscando cangrejos y pechinas, porque en aquel tiempo, apenas acariciabas la arena de la orilla con la punta de los dedos, aparecían miles de ellos, lo que demuestra que, en los años de escasez funcionaba mejor la ecología.

La comida se conservaba en una sencilla fresquera o en una nevera de madera enfriada con media barra de hielo. Durante las tardes de calor y moscas, algunos sibaritas se hacían helado con una heladora de manivela, y se entretenían jugando interminables partidas de cartas.

Las familias de clase media, que no disponían de chalet alquilaban una barraca de madera, de las que el señor Melo instalaba todos los veranos en mitad de la arena, y muchas de ellas se llevaban la comida de casa y pasaban el día entero en la playa, hartándose de mar, de arena y de calor. Sin saberlo, estaban inventando el camping.

Entre aquellas casitas se montaban los merenderos: Toni, Fany, Ripoll, el Prunero ? y allí se servían paellas, pescado frito, pulpo seco, cerveza y vino con gaseosa. Y además alquilaban trajes de baño; porque entonces el traje de baño era un artículo de lujo.

Los turistas todavía no estaban entre nosotros, pero en uno de los chalets veraneaba un marqués, el de Barzanallana, que parecía sacado de la película de Berlanga «La Escopeta Nacional». Tenía una sombra particular a la orilla del mar, y todos los días, a las 12, la hora del Ángelus, un criado de uniforme le llevaba y servía el aperitivo mientras los bañistas locales se acercaban para ver el espectáculo.

Por las tardes, soplaba el Garbí festoneando el azul del mar con la blancura de la espuma de las olas. Y al atardecer, cuando el sol comenzaba a ocultarse tras el Monduver tiñendo el cielo de rojos y violetas, la gente joven organizaba el baile alrededor de una gramola de bocina y manivela con discos «La Voz de su Amo». Poco a poco, la noche sensual, tropical, se hacía cómplice en la voz de Machín pintando angelitos negros en la piel canela, morena de sol, de una juventud que se ponía cachonda a ritmo de bolero.

Los domingos la gente acudía a misa en los tinglados del puerto. Y a mediodía llegaban hasta la orilla del mar caravanas de carros procedentes de los pueblos vecinos y, mientras los caballos dejaban sus boñigas en la arena, hombres, mujeres y niños se bañaban en calzoncillos y sayas. Luego, a la sombra del carro, comían lomo con tomate y dejaban, al marcharse, una estela verdiroja de cortezas de sandía.

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