La rapidez con la que las derechas españolas se lanzaron a dar por hecho un pacto de gobierno con Vox «para acabar con 40 años de socialismo» en Andalucía, como si esa frase encerrase alguna clase de lógica o una reparación democrática evidente, fue lo más inquietante de las elecciones andaluzas del domingo pasado. Todo eso podría tener un reflejo nacional a corto plazo en las autonómicas y locales de mayo. Preparémonos para ver de todo en los próximos meses. Los ultras también presentarán candidatura en Gandia.

El problema político más grave no era la entrada del aún minoritario Vox en el parlamento andaluz, sino los partidos que la noche del domingo corrieron a legitimarle como eje de un «cambio» que anunciaron casi con lágrimas de felicidad. El cuadro era siniestro: ver, por un lado, al partido de la «regeneración democrática» postrado ante los amigos de Anne Marie Le Pen, y por otro a los campeones de la corrupción, los amigos de Orban, casi en éxtasis, aupados sobre la peana de Vox mientras la reina del viejo apparátchik socialista, Susana Díaz, se presentaba como la «ganadora» electoral, era lo que ponía los pelos de punta.

Todos esos partidos, incluido Podemos, presuntos garantes de los valores constitucionales ahora celebrados con pompa y circunstancia, ni siquiera se plantearon la noche del domingo, por respeto al 90% de los ciudadanos que acababan de votarles, tender un cordón sanitario en torno a la infección democrática que representaba Vox.

Las ideas, los principios, las proclamas sobre Andalucía y España que les habían llevado a rivalizar en las urnas pocas horas antes, no valían ni un céntimo a las diez de la noche, cuando ante los imprevistos resultados todos se entregaron a una lectura demencial de lo que estaba pasando en clave, por supuesto, partidista. Ni una sola formación política presentó como necesario revulsivo democrático la creación de un frente constitucional anti-Vox. Ni Díaz ni el PSOE estaban dispuestos a proponer fórmulas de urgencia que redujesen a los ultras a su tamaño real, aceptando con realismo la nueva correlación de fuerzas postelectoral, ni Cs ni el PP parecían esperar iniciativas de ese corte mientras celebraban una victoria pírrica sobre la que Vox tenía derecho de pernada. La mayor responsabilidad residía, pues, en la derecha, demasiado extasiada para ponerse a hacer pedagogía.

Todo ese espectáculo se producía en puertas de la celebración, con la bambolla esperable, de los 40 años de la Constitución del 78, la sacrosanta, la intangible, aunque también la maleable, la olvidable, según soplen los vientos, como se vio la noche de autos. Todo el mundo iba a lo suyo, que era ir hacia la nada. Apenas un día después, José María Aznar, el mismo individuo que en su juventud escribía artículos contra esa Constitución ahora tan glorificada, llamaba a pactar con Vox frente al «extremismo izquierdista» (este hombre ya va merecido un congreso mundial de psicología para él solo) mientras llegaban los requerimientos de los principales líderes de la derecha europea liberal para que no se llegase a acuerdos con el partido ultra.

Pero pasar olímpicamente de la Europa liberal y pactar en una autonomía con el partido que eliminaría de un plumazo el encaje autonómico nacido de la Constitución del 78 es, para las derechas de España, algo perfectamente posible. Después de todo, el PP nunca ha sido un partido liberal y, como dijo Pablo Casado hace un mes, comparte muchos puntos de vista con Vox. Para empezar, sus escrúpulos son idénticos. Por una vez, la formación creada por seis ministros franquistas hablaba claro, lo que no afectaba ni poco ni mucho ni nada a ese vendedor de humo, Albert Rivera, que aún intenta hacer pasar la quincalla «regeneracionista» como oro de ley. Ese sacamuelas, partidario de negociar con la ultraderecha, ¿qué va a regenerar? ¿La masa forestal?

Los que se habían dejado el culo en la carrera por ver quién le exigía antes al gobierno redoblar el artículo 155 de la Constitución en Catalunya por razones «de Estado» bailaban sobre el espíritu de la Carta Magna con el fondo de «España cañí» como si, más que ante un grave dilema político de dimensiones históricas, es decir, «de Estado», se encontrasen de farra en la Feria de Abril. Y lo hacían, como decía el sacamuelas, nada menos que «por responsabilidad», consagrando a Vox como partido estrella del «cambio». Cuando hace un par de días empezaron a recular, a desdecirse, a experimentar los efectos de la resaca y a separarse de Vox, pero con el olor de Vox aún en la piel, ya se habían retratado en todas las posturas imaginables.

El riesgo antisistema no es tanto Vox como la auténtica condición democrática que la llegada del partido ultra a las instituciones andaluzas ha revelado en las derechas españolas. Mientras Alemania fue capaz, como recordaba Habermas, de reconstruir su identidad nacional en torno a un patriotismo constitucional sobre su pasado traumático (y ha modificado 60 veces su Constitución), aquí hemos alumbrado, como si fuese el único posible, un patrioterismo de banderita, de «a por ellos», excluyente, amnésico, desfachatado y antipolítico, mientras la Constitución, mustia como una flor de sacristía, se reduce a papel mojado en cuanto la ultraderecha tose. Si todo eso va a seguir siendo motivo de orgullo patriótico, entonces estamos bien jodidos.