En 1904 el juzgado comarcal de Gandia se convirtió en Audiencia Criminal y el 2 de junio llegó desde Burriana un nuevo secretario judicial, don Eduardo Girau López, mi futuro abuelo materno. Contaba 34 años, era un hombre elegante y de rostro amable, frente ancha, ojos azules y barba y bigote bien recortados. Todas las mañanas acostumbraba a salir a la puerta del juzgado para ver pasar a una quinceañera, alta y rubia, camino del colegio de las madres Carmelitas; era Victoria, mi futura abuela, hija del bisabuelo Manuel Cardona.

Las miradas del honorable secretario judicial, que al principio eran sólo de admiración, fueron transformándose en miradas de placer y deseo, hasta que, un buen día, se presentó en la casa del bisabuelo y le dijo:

-Vengo a pedirle la mano de su hija Victoria.

-¡Pero hombre de Dios! ¡Si todavía es una niña!

Es fácil imaginar el pasmo de «La Nineta», como la llamaban sus hermanos, al ver en su casa a aquel señor mayor que pretendía casarse con ella. Pero don Eduardo, hombre de conducta ejemplar, insistió una y otra vez y, al final, inició el noviazgo con el beneplácito de la familia Cardona.

¿Le sucedería a mi abuela lo mismo que me pasó a mí con Alberto cuando hicimos manitas por primera vez? ¿Cuál sería su reacción ante los besos del secretario con la molestia del bigote y la barba, mientras con las manos buscaba los secretos de su pureza? Pienso en la emoción y el temor de mi abuela ante lo desconocido, y en la alegría del abuelo por llevarse aquella perita en dulce. Pero, según la tata Ramona, el novio no la pudo tocar hasta que la iglesia los declaró marido y mujer.

Ramón, el hijo mayor del bisabuelo, estaba ya casado y, con la colaboración de los representantes de Francia e Inglaterra, llevaba el negocio de la naranja viento en popa.

Emilio, el hijo segundo, estudiaba en la Facultad de Medicina de Valencia, donde don Santiago Ramón y Cajal ocupaba la cátedra de Fisiología. Una mañana Emilio decidió poner a prueba el sentido del humor y el temple de sus condiscípulos. Llegó a la Facultad antes de comenzar la clase de anatomía. Entró en la sala de disección, tomó el cadáver que estaba sobre la mesa de mármol cubierto con una sábana y lo escondió en una habitación contigua. Se desnudó y, tras embadurnarse el cuerpo con blanco de España, se tumbó en la mesa de disección y se cubrió con la sábana.

Al poco rato entró Cajal acompañado por un nutrido grupo de alumnos y se situaron alrededor del cadáver. Bajo la sábana, Emilio hacía denodados esfuerzos para mantenerse inmóvil, mientras don Santiago explicaba las particularidades del cerebro que iba a extirpar. Los alumnos le escuchaban con gran atención y, al terminar su discurso, ordenó:

-Retiren la sábana.

A la macilenta luz de los quinqués que iluminaban la sala, los alumnos no reconocieron a su compañero inmóvil como un muerto. Pero al ver que el cadáver se incorporaba, el grito de horror fue unánime y, mientras unos salían de estampida, otros se desmayaban por la impresión.

Emilio estuvo a punto de ser expulsado. Le salvó un artículo publicado por Blasco Ibáñez que acababa diciendo: «Hay que reconocer que ha sido una buena broma. Y dados los sufrimientos y desgracias que verán estos futuros médicos en el ejercicio de su abnegada profesión, se hacen realidad las palabras de Noel Coward en su obra Un espíritu burlón: Es justo y saludable que se fomente entre los médicos el sentido del humor».

Ramón, que se ocupaba también de los huertos y dirigía el vivero de naranjos, no le iba a la zaga a su hermano Emilio en la afición a las bromas. Tenía en el vivero unos maceteros de madera con pequeños naranjos, convenientemente podados y una tarde tomó un pincel y pintó en cada naranja varias rayas azules en el sentido de los meridianos. El efecto fue sorprendente y, cuando un cliente vio el naranjo del macetero, no pudo menos que interesarse por aquellas originales naranjas:

-Son una nueva variedad procedente de Arabia. ¿Te gustan?

-¡Son fantásticas!

-Pero tienen un inconveniente. Los plantones cuestan el doble que los normales.

-No importa. Me llevaré doscientos.

Cuatro años más tarde, cuando los plantones convertidos en árboles dieron las primeras naranjas, el cliente contempló asombrado que no tenían las preciosas rayas azules. Indignado, tomó una de ellas y se presentó en el vivero en busca de Ramón.

-¡Me has estafado! -le gritó- Los plantones que me vendiste han dado las naranjas sin las rayas azules.

-No es posible.

-Aquí está la prueba -dijo entregándole la naranja- ¡Te voy a denunciar por estafa!

Ramón contuvo la risa y se quedó pensativo dándole vueltas a la naranja y, al fin, encontró el motivo.

-Estoy seguro de que te olvidaste de la tinta.

-¿Pero qué dices?

-¿Recuerdas que te insistí mucho en que al regar los plantones, pusieras en el agua una botella de tinta azul?

Afortunadamente no llegaron a las manos. Ramón le devolvió el dinero que había pagado de más y, como las naranjas eran de excelente calidad, quedaron tan amigos como antes.

Una de las grandes ilusiones de mi abuela Victoria era tener una casa entre naranjos donde pudieran reunirse las familias de todos los hermanos. Su marido, al que tenía hechizado, dio su consentimiento y el bisabuelo cedió para edificarla en uno de los huertos situado entre el mar y la ciudad. Todos los días Victoria, en compañía de su padre, acudía a ver cómo avanzaban las obras. Pero Manuel Cardona no pudo ver terminada la casa de su queridísima hija. Murió plácidamente el día de su cumpleaños sin poder tomar la tarta con las 95 velas, preparada por su hija.

Tal como tenía ordenado, antes de cerrar el ataúd, su hijo Ramón le colocó entre las manos una naranja porque su gran deseo era seguir plantando huertos de naranjos en el cielo. La tata Ramona me asegura que la bisabuela Amparo puso también en el ataúd un preservativo de los que su marido trajo de Londres, por si «la resurrección de la carne» resultaba cierta.