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E l jueves el exministro de Defensa, José Bono, quitaba importancia a la carta enviada al Rey por 73 generales y coroneles jubilados, pedía que no se confundiese a un puñado de impresentables con el ejército, y decía que Margarita Robles había hecho lo correcto al dejar el caso en manos de la Fiscalía. Lo malo es que esa operación, que intentaba crear un efecto cascada para presionar al Rey, no es un hecho aislado, y es difícil no asociarlo al ocurrido hace un par de años ante la anunciada exhumación de los restos de Franco (avalada por la ONU), cuando cerca de 200 exaltos cargos militares firmaron una «Declaración de respeto y desagravio al general D. Francisco Franco Bahamonde» en la que cargaban contra lo que consideraban «una campaña infame» de «la izquierda política». Entonces nadie llevó a la Fiscalía ese manifiesto que exaltaba la figura del dictador golpista ni, extrañamente, se han relacionado ahora ambas noticias. Por otro lado, el rechazo, entonces y ahora, a esas exhibiciones antidemocráticas ha sido abrumadoramente minoritario entre los militares que ya no se encuentran en activo. Solo unas pocas y valerosas voces se han desmarcado públicamente de la conducta de sus fogosos compañeros de carrera.

Ante tales espectáculos, y más allá de los comprensibles llamamientos a la calma de políticos como Bono o Robles, es lógico que la ciudadanía se pregunte cuál es el grado de lealtad democrática de las Fuerzas Armadas y, en cualquier caso, por qué no han bastado cuarenta años de democracia para impedir esos episodios, impensables en los países liberales de la UE, que remiten a una excepcionalidad española por cuyas causas, al menos, deberíamos preguntarnos.

La Transición se hizo rodeada de un constante ruido de sables, y si el fracaso del golpe del 23-F sirvió, como se dijo entonces, de antídoto contra futuras tentativas involucionistas, la llegada de la democracia y la integración en Europa no sirvieron para cambiar la mentalidad de quienes habían forjado sus valores a la sombra de Franco, en los ideales de la Victoria y en el combate contra la anti-España. Ni siquiera el curso de la democracia modificó sustancialmente esos valores guerracivilistas (al menos entre los mandos que podían negociar la simbología castrense) como demuestra el hecho de que una estatua ecuestre de Franco presidiese el acceso principal de la Academia Militar de Zaragoza hasta 2006, cuando fue retirada por el gobierno de Rodríguez Zapatero, medida criticada por el PP, que veía en ella «un gesto para contentar a los sectores más radicales de la izquierda» y «reescribir la historia». Aunque los casos de insubordinación contra el poder civil han sido inexistentes desde el golpe de 1981, el ardor guerrero que, tras la jubilación, aflora en tantos altos cargos militares, cuando la ley difícilmente puede sancionar sus conductas involucionistas, ya ha dado en dos años inquietantes muestras de la existencia de una corriente ideológica predemocrática de la cual la ciudadanía desconoce su alcance y potencia. Ese es un serio problema, pero el más grave se encuentra en la Constitución, que delega en las Fuerzas Armadas la defensa de la unidad territorial, caso único en las constituciones europeas, lo que permite a un buen número de exaltos cargos militares, como hemos visto, salir al paso de problemas imaginarios, como la desintegración de España o el peligro rojo, ejes de la retórica franquista.

Como recordaba Josep Maria Colomer, uno de los preceptores de Felipe VI, en su libro España: la historia de una frustración, «lo único que el Ejército español nunca ha hecho es lo único que se espera que haga un ejército: defender al país de los ataques extranjeros. España fue invadida dos veces durante el siglo XIX, en 1808 y 1823, en ambos casos desde Francia, y en ambos casos el Ejército español se derrumbó de inmediato». Y añadía Colomer que «el papel histórico del Ejército español fue el contrario del que se supone que corresponde a un ejército en una sociedad civilizada con un estado moderno» y que «tras ser derrotado por invasores extranjeros y regresado de las colonias, se concentró en controlar y perseguir a los propios habitantes de España».

En el caso de los exaltos cargos militares firmantes de soflamas franquistas y de cartas al Rey alentando a la rebeldía, lo moderno y lo civilizado, lo admirable y útil para la sociedad habría sido que hubiesen reorientado a tiempo su mentalidad reaccionaria cambiando los motivos de orgullo nacional (en Alemania se logró haciendo del «patriotismo constitucional» un valor democrático esencial), pero lo que ha subsistido en ellos ha sido el peligroso delirio de «la salvación de España».

Naturalmente, esos dos casos de regreso al pasado responden a motivos que pueden adivinarse fácilmente si nos hacemos la pregunta clásica: ¿a quién benefician? Y de nuevo el libro de Colomer lo aclara. Dice el profesor catalán citando al politólogo Samuel Finer que «donde el apego público a las instituciones civiles sea débil o inexistente, la intervención militar en la política encontrará un amplio espacio tanto en forma como en sustancia». Ahora pregúntense quiénes han llegado a las instituciones para reventarlas, quiénes han pactado con ellos y llevan más de un año acusando al gobierno de «ilegítimo» y «socialcomunista», qué medios de comunicación airean cada día esos incendiarios y viejos discursos de familia y disfruten de nuestra democracia ejemplar.

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