S egún la Enciclopedia Británica de los grandes inventos, el descubrimiento de la regadera sucedió en el 2028 a. C. Su autor fue el griego Heráclito de Siracusa y la Enciclopedia lo describe como un hermeneuta de mediana estatura, de rasgos afeminados que peinaba sus largos cabellos en forma de cola de caballo y cuando en su mente aparecía una nueva idea profería un rebuzno de alegría, tenía los ojos cacoquimios, la nariz aguileña y de su boca, siempre entreabierta como la del célebre papamoscas de la catedral de Burgos, salía constantemente un hilillo de baba que confirmaba su descubrimiento. Poseía grandes saberes sobre hidrología, la geometría euclidiana y su estudio sobre la esfericidad positiva de los pequeños agujeros fueron la clave para lograr la perfecta regadera.

Pocos años después, este genial invento de Heráclito de Siracusa supuso un gran avance para el regadío de las huertas de Grecia que a partir de entonces dieron unas extraordinarias cosechas jamás conocidas.

Para purificarse con aquella lluvia mágica, la regadera comenzó a usarse por los sacerdotes de los templos de Venus, Palas Atenea y de todos los dioses que formaban la mitología griega.

 En 1412 la regadera de los griegos se transforma en alcachofa de ducha por obra de la feliz idea de Leonardo da Vinci, al acoplarle la doble tubería, una con agua caliente y otra fría para regular la temperatura del agua.

El primer artificio se instaló en el palacio del gran Dux de Venecia, Paolo Lucio Anafesto, situado en la actual plaza de San Marcos. Se eligió una sala especial presidida por el cuadro de Botticelli El nacimiento de Venus. Y para demostrar los benéficos efectos que la nueva ducha producía sobre su egregia familia, el Dux ordenó que la sala estuviera separada en dos partes por una gruesa lámina de cristal de Murano para que los Orsini, Sforza, Colonna y otras ilustres familias, junto con el colegio cardenalicio, tuvieran un lugar privilegiado para contemplar el espectáculo. Pero los purpurados muy pronto dejaron de asistir a las duchas ducales al observar un deleite sensual en el lavado y frotamiento de ciertas partes del cuerpo con los nuevos jabones de olor creados por los perfumistas de Módena.

Años más tarde, el Papa Alejandro Sexto, gran humanista y liberal, declaró la ducha benéfica para la humanidad en su Encíclica Acua Santa in Corpore Sano.

En 1780 la doctora francesa Silvette Pigassou inventó el bidet para la higiene de las damas de la corte de Versalles, y veinte años después el físico Jack Latour tuvo la idea de instalar en el bidet una pequeña ducha cuyo efecto de surtidor milagroso limpiaba, higienizaba y perfumaba las partes secretas de la mujer sentada cómodamente en el gracioso artilugio, mientras llena de alegría cantaba La Marsellesa.