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El dichoso relator

Carles Puigdemont

Carles Puigdemont / Levante-EMV

OPINIÓN / J. Monrabal

Decía el otro día en la radio una tertuliana, asignada a la facción de izquierdas en el reparto ideológico en el que constituyen esas charletas de casino, que se le atragantaba la figura del «relator» destinado a supervisar el buen fin de los pactos entre el PSOE y Junts per Catalunya. Pero más sencillo habría sido decir lo que todos sabemos: que el acuerdo sobre ese mediador, sin dejar de ser cómico, es lo más necio que ha producido la política española, y quizás la europea, en décadas. Pero siendo una imposición de la flatulenta derecha catalana, cuyo esencialismo identitario, (trufado de corrupción y de un arraigado sentido de la propiedad institucional y territorial), tanto se parece al de las derechas hispánicas, tampoco es tan raro.

No es difícil pronosticar que el partido de Puigdemont va ser una constante fuente de problemas para el nuevo gobierno de Sánchez, que mal podrá hacer pedagogía de la amnistía mientras las huestes de Junts, quizás entonando ‘Els segadors’, le siegan la hierba bajo los pies o, como ya ha empezado a ocurrir esta semana, salen a cortejar públicamente al partido de Feijóo. Es este otro rasgo compartido de la «razón cínica» que algún estudio académico ha propuesto para calificar la larga ejecutoria política del PP, pero que muy bien podría aplicarse al partido del nacional-pujolismo.

Mucho relator y mucho pacto arduamente elaborado, pero cuando aún no se ha secado la tinta de las firmas de ese acuerdo entre el PSOE y Junts ya corren Puigdemont y sus secuaces a traicionarlo, soltando a los cuatro vientos que no es descartable una futura moción de censura a Sánchez para concertar con la derecha española (y por lo tanto con la ultraderecha) el nombramiento de otro presidente y otro ejecutivo, allá hacia la mitad de la legislatura, o para tumbar mientras tanto los presupuestos, o para alinearse con la oposición en contra de determinadas posturas del gobierno, como en la actual controversia diplomática con Israel en la que, como el PP, también han censurado a Sánchez.

Antes que condenar al estado responsable de una matanza que en poco más de un mes ya suma 10.000 muertos (la mitad niños y niñas) estos estupendos señores y señoras de Junts han decidido condenar la conducta «poco diplomática» de Sánchez y exhibir su «sintonía» con la derecha española. Deben de creer que no estando Gaza en Catalunya (único territorio cuya liberación requiere con urgencia el socorro y la atención del mundo) la historia no debe acelerarse en ningún otro caso.

Es de traca que quienes ni siquiera son capaces de respetar pactos firmados hace solo unas semanas se permitan dar lecciones sobre diplomacia –o sobre lo que sea– al hombre que pretende amnistiar a Puigdemont. A lo mejor hace falta otro relator para fijar el número de muertos en el que la diplomacia debe dejar paso a la indignación moral en vista de que 10.000 es todavía una cifra despreciable, y otro más para calcular el punto en el que la estupidez empieza a ser peor que la maldad.

Estos simpáticos señores y señoras de Junts, que tampoco pueden ser acusados de haber mostrado nunca excesivos escrúpulos políticos, creen que solo se deben lealtad a sí mismos, y para ellos la barrera democrática contra el involucionismo es una broma, una collonada. Ni se van a romper el pecho por cuantas medidas progresistas salgan del gobierno ni han olvidado que fue Pedro Sánchez quien enterró el procés el 23-J y el que dejó en cuadro al independentismo, y especialmente a ellos, a los hijos verdaderos de la patria dispuestos a redimir a la aherrojada Catalunya desde sus áticos en Sarrià y sus torres en el Maresme, tan flamantes como sus ideas sobre la diplomacia, la política en general y las mordidas del tres por ciento en particular.

Con o sin relator, de estos visionarios y héroes de retaguardia, cada vez con menos pueblo que redimir, no cabe esperar más que un europeísmo de saldo, una lealtad de ida y vuelta, una torpeza y soberbia ilimitadas, unos intereses siempre cicateros, la pasión por husmear con fruición su propio ombligo y la manía incurable de «emprenyar».