Color local

El transeúnte destronado

.

. / Levante-EMV

J. Monrabal

Para hablar de la Feria del Motor local, tan celebrada estos días por su alto índice de ventas, habrá que recordar, en primer lugar, que no existe nada parecido en ninguna otra ciudad en la forma en que se desarrolla en Gandia. Es decir, ocupando una formidable extensión de espacio urbano que, si antes ya fulminaba cualquier idea de la proporción, en la pasada edición duplicó su área de influencia hasta los 20.000 metros cuadrados con la aprobación entusiasta del gobierno local.

En los municipios (y son muchos) donde se celebran esa clase de eventos comerciales existen, o se habilitan, zonas específicas que concilian el interés de quienes las organizan con el derecho de la gente a disfrutar del entorno urbano. Pero en Gandia, no. Gandia lleva once años siendo una excepción a esa regla cívica general, inventando la pólvora, constituyéndose en una rareza del municipalismo español.  

Qué se le ha perdido al ayuntamiento en los negocios de empresas privadas y por qué les concede el privilegio de tomar calles, avenidas y plazas durante un fin de semana es una pregunta que es música celestial para un gobierno que, sin oposición interna ni externa, hace de las políticas de hechos consumados una práctica habitual. Así, se aclaman como nunca las virtudes económicas de la Feria del Motor y se ensalzan las nuevas marcas y ventas realizadas como un gran acontecimiento de ciudad, situado más allá de toda crítica o discusión, que deberíamos aplaudir con entusiasmo.

El gobierno ha creado un marco idílico de la ciudad, un gran canal de discurso único en el que todo lo que se considera inapropiado, conflictivo o discordante es apartado cuidadosamente para no alterar el efecto general de placidez. El sobreentendido sobre el que se ha construido ese marco es que el gobierno no hará absolutamente nada para ampliar las políticas de participación (de hecho, las ha reducido), ni siquiera las de información (de hecho, no han mejorado), pero, en cambio, se erigirá en proveedor permanente de buenas noticias. En consecuencia, sufrimos el aluvión de auto-ovaciones sin derecho a réplica más impresionante de la democracia.

Sin embargo, una Fira del Motor como la de Gandia, perpetrada en los términos en que se ha llevado a cabo durante más de una década (y de eso no son responsables los concesionarios), es una incongruencia urbana que no en vano no encuentra paralelo en ninguna otra ciudad española. Después de todo, sigue siendo una ocurrencia de Torró, que la copió de Oliva y la desorbitó hasta convertirla en una muestra asfixiante, desaforada y grotesca, asumida después sin reparos por la «izquierda» local y ahora hinchada a reventar. Una «izquierda» que parece haber rescatado del pasado el furor de la hipertrofia y que aspira a que las fallas sean más grandes, más grandes las ferias de automóviles en el núcleo urbano, más grandes los hoteles, más grandes los campings, más grande el número de eventos, todo más grande y, por lo tanto, mejor. La idea de montar una Fira del Motor «a lo gran», como la presentó hace once años el padre de la criatura, también se le ha quedado pequeña al gobierno.

Así que, más que nunca, la ciudad era transformada el mes pasado durante un fin de semana en un gigantesco recinto ferial, en un parque temático a mayor gloria del ramo del motor por un gobierno convertido de nuevo en un apéndice voluntario de la sección de ventas de los concesionarios locales, a los que cedía generosamente el espacio urbano para que lo empantanasen de cientos de automóviles (unos 700) haciendo pasar ese negocio poco menos que por un servicio público.

Para colmo, ese espectáculo sin precedentes en el ámbito municipal español se presenta cada año como un ejemplo inefable de políticas descontaminantes, ya que los concesionarios venden un reducido porcentaje de vehículos eléctricos o híbridos, cuota que, por lo visto, les concede ahora el derecho de ampliar la oferta comercial (y la superficie urbana) a los coches de segunda mano.

Tan legítimo es que los concesionarios, como cualquier empresa, pretendan aumentar sus ventas, intenten persuadirnos como crean conveniente y busquen los mejores emplazamientos para sus productos como que los ciudadanos intenten impedir que su ayuntamiento les venda motos. Y no es atribución de ningún ayuntamiento haber hecho casi una tradición de la invasión del espacio público, ni ensalzar los vehículos motorizados, las marcas y las cifras de negocios privados como símbolos de la sostenibilidad o como si protagonizaran un spot del sector. Era lo que nos faltaba por ver en esta ciudad de transeúntes destronados en la que todo suma, todo vale y todo marcha, como siempre, sobre ruedas...