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Asesinatos que dejaron huella

Memoria de la Valencia negra

Las novelas negras y policíacas son una creación literaria de los siglos XIX y XX que beben del interés social por las miserias y debilidades humanas de centurias anteriores

"Judit, decapitando a Holofernes", una obra de Caravaggio.

Las novelas negras y policíacas son una creación literaria de los siglos XIX y XX que beben del interés social por las miserias y debilidades humanas: el ansia de poder, la envidia, la rabia, el odio, la lujuria, la avaricia, las desgracias... Dicho interés, bien reflejado en las páginas de sucesos -y de política- de cualquier periódico, no es, sin embargo, un fenómeno contemporáneo. Parece innato a cualquier sociedad. Una buena muestra de ello es que mucho antes de que existieran los medios de comunicación hubo numerosas personas que decidieron dejar por escrito la narración de los sucesos que más les impactaron. Lo hicieron de manera dispersa, en notas sueltas entre protocolos notariales y registros contables, o de modo más sistemático, en crónicas y anales de vocación pública o dietarios de carácter privado.

Vicent Josep Escartí, el gran experto

«Hoc est ad habendum memoriam in futurum» («Esto es para que haya memoria en el futuro»). Son las palabras con las que acaba la primera novela del historiador Vicent Josep Escartí, Dies d'ira (Bromera, 1992), tomadas de las noticias que Bertomeu Blasco, un notario valenciano de finales del siglo XVII, apuntaba aquí y allá en sus hojas de trabajo. No en vano, el profesor de Filología de la Universitat de València es el mayor especialista en la cuestión, habiendo dedicado su tesis doctoral, decenas de artículos y diversos libros a la denominada literatura memorialística valenciana. Tras el Catálogo bibliográfico de dietarios, libros de memoria, diarios, relaciones, autobiografías, etc. que Francesc Almarche dejó escrito hace casi un siglo (La Voz Valenciana, 1919), ha sido Escartí quien ha recogido el testigo a la hora de localizar, analizar, transcribir y publicar las memorias diversas que se pueden documentar en el territorio valenciano desde finales del siglo XIV.

Según explica, en un inicio y hasta el Renacimiento predominan las crónicas y anales escritos por clérigos, notarios o caballeros, como los del capellán de Alfonso el Magnánimo, Miquel Garcia o Pere Maça, así como los de carácter institucional, ya fueran de naturaleza cívica o eclesiástica, como los libros de memorias del Consejo municipal y de la catedral de Valencia. En ellos se recogen acontecimientos históricos de tipo político, pero también, de manera esporádica, se registran noticias locales en función de su impacto social o del interés que generaban en los autores de los textos.

Más adelante, desde el siglo XVII comienzan ya a escribirse verdaderos dietarios, en los que, aparte de datos sobre la propia trayectoria personal de quien escribe, se recogen sucesos de toda clase, a veces curiosidades o anécdotas, como en el caso de los libros de Pere Joan Porcar, Vicent Torralba y Joaquim Aierdi. En esta época, además, hace su aparición el castellano como lengua de escritura, un hecho que se consolidará con la Guerra de Sucesión. Finalmente, a partir del siglo XIX la aparición de la prensa, que recogía ya todo tipo de sucesos, limitaría aquel tipo de dietarios y memorias privadas a hechos de carácter más personal o político.

Los sucesos fortuitos

«Lo que és en escrits, és memòria perdurable», anotaba el capellán de Alfonso el Magnánimo en su crónica y dietario, publicados por el también profesor de la Universitat de València Mateu Rodrigo. En algunos casos, como éste, la voluntad de legar a las generaciones posteriores el recuerdo de una determinada época es evidente. En otros, de carácter más íntimo y personal, es cuando menos dudosa, pero lo cierto es que aquellos textos nos han dejado el testimonio de centenares de sucesos, que fueron recogidos parcialmente por el citado Vicent Josep Escartí, en su libro Memòria privada (3i4, 1998).

En ocasiones se trata de hechos meramente fortuitos o naturales, como los dos meses de intensas lluvias del invierno de 1475, que, según relata el mencionado capellán, provocaron en noviembre «ponts, assuts trencats e derrocats, terres arramblades, arbres derrocats, e altres mals e danys», y en diciembre una tormenta tan grande que «tronà, llampà, caigué pedra e terratrèmol, tot en una hora, de què tota València tremolà, que paria que València degués perir». Dos años y medio más tarde, en 1478, el mismo autor recoge el ahogamiento de dos mujeres de Sueca cuando cayeron al río volviendo desde Riola acompañados por un barquero inexperto: «la una fonch trobada prop l'açut al VI dia e l'altra fonch trobada prop Culera, a VII dia».

Un poco antes había muerto de causas naturales Guillem Saera, el favorito de Juan II en la ciudad de Valencia, que había gobernado a su antojo el cap i casal durante más de 20 años con el apoyo del monarca. En este caso el propio cronista, el capellán de Alfonso el Magnánimo, aprovechaba la ocasión para opinar sobre la volatilidad de la vida y el destino final de todo mortal: «Estant en tan triünpfe, la roda ha voltat e és caygut e mort prest... Què és estat lo pasat, la gran honor, prosperitat, aumentació e ordenar tot lo que volia e sa voluntat era? Tot és pasat e complit lo seu temps».

Dos siglos más tarde, en 1679, el clérigo de la catedral Joaquim Aierdi también recogía la muerte natural de otra persona que había hecho fortuna en la ciudad, el mercader francés Philippe Peris, que, siendo un pobre vendedor de atún y bacalao, había encontrado un tonel repleto de doblones de contrabando en una remesa comprada en el puerto de Alicante. A partir de entonces se había convertido en un gran mercader, «molt onrrat, virtuós, caritatiu y de molta veritat», casado en segundas nupcias tras haber enviudado. Sin embargo, en el lecho de muerte, su hijo mayor le hizo cambiar el testamento para dejar sin nada, y en la pobreza, a su segunda esposa y a sus dos hijos pequeños, todavía niños. Y ello a pesar de que en aquel último momento era evidente para todos que el buen mercader se mostraba «caduc y incapàs».

Un par de décadas después, en noviembre de 1700, un notario de Monòver, Batiste Montesinos, recogía un suceso fortuito que tenía enorme importancia para una familia de Petrer: la pérdida de la virginidad de Catalina Mestre, una joven de 12 años que, al caer de una barraca donde se guardaban trastos, tuvo la desgracia de que «per son orofici y parts intactes se li ficàs un bastó», de manera que, según se dejaba escrito, «romp les túniques de son claustro». El notario daba constancia del hecho para evitar posibles problemas en el futuro, «atés y considerat que lo puntdeonor y crèdit sia la joia més estimable que en esta vida estimar se puixa».

Los sucesos paranormales

Entre las anotaciones registradas por los memorialistas también se encuentran las referentes a hechos atribuidos al demonio o, por el contrario, a intervenciones divinas. Una de ellas es la que apunta Pere Joan Porcar, capellán de la iglesia de San Martín de Valencia, que en 1607 asistió a la exhumación de un cuerpo incorrupto en la iglesia de Santo Tomás, «ab carn, pell y lo nas senser, y la llengua sensera en la boca, y ab totes les dents y la barba», enterrado 36 años antes. Según indicaba, «creu-se que en tant temps tals senyals de cadàver són de predestinat a la santa glòria».

Seis años más tarde recogía, en cambio, la presencia de tres diablos en el monasterio de Santa Mónica, llamados Trencacosetes, Maymonet y Tans de Garrofet, que inquietaban a tres novicios constantemente: «no·ls dexaren plats, ni escudelles, ni obra de terra que·ls aprofitàs». Incluso se vio cómo jugaban en las alturas con una naranja, «com qui juga a la pilota», hasta que un fraile franciscano acudió a realizar el correspondiente exorcismo. Y, justo al acabarlo y expulsarlos del lugar, «plogué pedra y aygua», como si de una señal divina se tratara...

También a un «sperit maligne» fue atribuido el escandaloso robo de las sagradas formas y reliquias de la iglesia de Santa María de Alcoi en enero de 1568. El notario local Gaspar Cantó dio cuenta de lo sucedido en una breve relación en que explicaba que un tundidor de origen francés, Jean Prats, encontrándose solo en la parroquia, decidió proceder al hurto para después comerse todas las hostias y enterrar las reliquias en «lo fem de la cavallerisa». Tras ser procesado por la Inquisición de Valencia, fue devuelto a Alcoi, donde fue arrastrado por las calles de la ciudad, le cortaron un puño ante la iglesia, lo ahorcaron y lo descuartizaron, situando las diversas partes de su cuerpo por las cercanías, bien a la vista.

Los sucesos criminales

Finalmente, los sucesos quizás más morbosos eran aquellos vinculados al mundo del crimen, ya fuera organizado o protagonizado por personas individuales. Dentro del primer ámbito, por ejemplo, el notario Gaspar Eiximeno indicaba que en marzo de 1480 un grupo de gente armada asaltó la principal prisión de la ciudad «e tragueren tota la gent». Casi dos siglos más tarde, en la década de 1660, el citado Aierdi recogía, por su parte, la tragedia de «una doncelleta molt polida y honrrada» que en el camino de Paiporta fue asaltada por cuatro bandoleros que la violaron repetidamente a lo largo el día y, tras liberarla y regresar a su casa, «de pur sentiment se caigué morta» mientras relataba lo sucedido a sus padres, un delito «que aturdí y escandalisà a tota València».

Asimismo, también causaban escándalo los delitos y asesinatos que se cometían entre particulares, de los que no escapaba ninguna clase social. En 1477, por ejemplo, el capellán de Alfonso el Magnánimo registraba primero la pelea entre dos vendedores de huevos del Mercat -«u arrancà lo punyal, donà-li un colp en los pits, de continent fonch mort»-y dos días después la reyerta entre dos clérigos, uno de Santa Catalina y otro de la catedral, por una «monja de la Çaydia», que acabó con una emboscada nocturna y el apuñalamiento del segundo: «li ha oberta la galta fins a la barba, e altra coltellada en lo braç e en la cuixa». Tan sólo unos meses más tarde, el mismo autor recontaba el asesinato de un hostalero del burdel de Valencia por parte del hijo de su mayor protector, el abogado fiscal del rey, micer Dalmau, que, con un hacha que después fue hallada en una acequia, le asestó diversos golpes ante la puerta del Hospital -enfrente de la actual Biblioteca-, donde apareció sobre un banco «mort cruelment, car lo cap e cara tenia tan chafat que lo cervell era en la paret».

Por último, también Joaquim Aierdi guardó memoria de un crimen atroz, el del doctor en leyes Gaspar Joan Sabata, uno de los hombres más poderosos de la Valencia de mediados del siglo XVII, que fue asesinado por orden de su tía y de su prima, a quien acusaba de no vivir con el «recato» que debía. De hecho, las dos mujeres ya habían envenenado anteriormente a su propio esposo y padre, Leandre Escales, e hicieron lo propio con Sabata, a quien cuatro hombres torturaron sin piedad, asfixiándolo y «arrancant-li les ungles dels dits», hasta que, tras llamar a un capellán para que lo confesara, «li pegaren de punyalades y el mataren». Según sentenciaba el dietarista, era «la mort més cruel y dolorosa que en València se ha vist». Pero ni la madre ni la hija, a pesar de ser encarceladas durante un tiempo, llegaron a ser nunca condenadas, ya que según indicaba Aierdi, «la justícia sabia la veritat y no eu podia provar». Uno de tantos casos que configuran la abundante y fecunda pero desconocida memoria de la Valencia negra.

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