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La globalización a debate

Al menos desde que Adam Smith publicara, en 1776, su Investigación sobre la naturaleza y causa de la riqueza de las naciones, los economistas han estudiado por qué unos países son ricos y otros pobres, por qué unos crecen más que otros.

Sus aportaciones a favor del libre comercio fueron mejoradas, unos 40 años después, por David Ricardo, con su teoría de la ventaja comparativa. Hasta que Krugman obtuviera, en 2008, el premio Nobel de Economía, por su contribución a la nueva teoría del comercio internacional, y aun después, son muchos los que han ido avanzando en el conocimiento sobre los efectos que el libre comercio tiene en la prosperidad de las naciones y el bienestar de sus ciudadanos.

El comercio entre distintos países es muy antiguo, pero empieza a tomar una dimensión más global a partir de la Segunda Guerra Mundial: primero entre EE UU y Europa, y posteriormente, de forma sucesiva, Japón, Corea del Sur, China o India, entre los más relevantes. El fenómeno ha alcanzado una gran magnitud en los últimos decenios, en los que ha ido acelerándose como consecuencia, básicamente, de la reducción de los costes del transporte y de la extensión de las TIC (tecnologías de la información y de las comunicaciones), originando un proceso de integración económica que se conoce como globalización.

La globalización económica ha generado progreso y bienestar, pero también ha tenido efectos sobre la desigualdad en la distribución de la renta, tanto a nivel internacional como a escala doméstica. Puede constatarse que, a nivel global, durante los últimos 30 años, la desigualdad entre la renta media per cápita de los países se ha ido reduciendo, después de haber aumentado durante más de varios siglos. Sin embargo, la desigualdad en la distribución de la renta de los ciudadanos dentro de los países se ha ido incrementando durante el mismo periodo.

Este último hecho y el gran impacto que ha tenido, particularmente en los países desarrollados, la crisis financiera internacional y la Gran Recesión derivada de la misma, ha situado al fenómeno de la globalización en el punto de mira del debate económico, social y político, haciendo que muchos se pregunten sobre la bondad de mantener los actuales niveles de libertad en los movimientos de productos, servicios, personas y capitales, o, bien al contrario, limitarlos de forma más o menos drástica, tal y como propugnan muchos movimientos populistas.

La teoría económica muestra que, por lo general, la libertad de los citados movimientos favorece la mejor asignación de los recursos, lo que, a su vez, hace que la economía se comporte de forma más eficiente, favoreciendo su crecimiento y, por tanto, el bienestar de las personas. En otros términos, podríamos decir que el libre comercio beneficia a los países que participan del mismo.

No es menos cierto que, en base a evidencias concretas, la liberalización tiene detractores. Hay quienes, por ejemplo, citan que tales libertades facilitan la deslocalización de las empresas y, en consecuencia, la destrucción de puestos de trabajo. Por ello, es cierto que, aunque el libre comercio beneficia a los países que participan del mismo, al aumentar su bienestar -siempre que midamos el bienestar por la cantidad total de producto- nada garantiza que los beneficios del mismo se distribuyan de una forma más o menos equitativa entre la población. En otras palabras, el comercio, la globalización, crea ganadores y perdedores.

Pero entre el blanco y el negro existe toda una gama de grises, por lo que, aun reconociendo que, en términos generales, la globalización ha tenido efectos positivos, pueden existir ocasiones en las que resulte conveniente poner algún tipo de limitación, siquiera con efectos temporales. Cuando, por ejemplo, las empresas de un país en vías de desarrollo están naciendo y, por tanto, tienen un tamaño muy reducido, la entrada de productos importados, sin ningún tipo de limitación, podría poner en cuestión su viabilidad y, por tanto, también la de los puestos de trabajo que las mismas generan. En tal caso, un arancel transitorio podría estar justificado.

Esto último, sin embargo, no es comparable a la defensa proteccionista que pueden realizar, y realizan, los potenciales perdedores del libre comercio cuando tienen poder suficiente como para capturar a los reguladores, e imponer barreras, sean o no arancelarias.

Las investigaciones aplicadas evidencian que, a corto plazo, las políticas comerciales proteccionistas reducen la eficiencia, al distorsionar la asignación de los recursos, mientras que a mayor plazo perjudican el crecimiento potencial de la economía, ya que una menor apertura reduce la competencia y deteriora la gestión empresarial, y con ello, baja el ritmo de la innovación y de la adopción de tecnologías más potentes.

Es verdad que el libre comercio origina que las empresas nacionales que sean menos productivas puedan desaparecer, pero en paralelo hay otras que mejoran su gestión, su eficiencia y su capacidad de innovar, con lo que no solo no tienen problemas de supervivencia, sino que aumentan su potencial de crecimiento al aprovechar las oportunidades de un mercado global mucho mayor.

Otro aspecto controvertido de la globalización es que ha favorecido los movimientos migratorios, lo que está originando muchos problemas políticos en distintos ámbitos de los países desarrollados, sea en EE UU o en Europa. Se ignora que los movimientos migratorios son la otra cara de la convergencia que genera la globalización: si no se mueven las mercancías, se mueven las personas, hartas de la desigualdad.

Sin duda, los movimientos migratorios tienen un impacto significativo en los países receptores. Una parte muy relevante de su influencia lo es en el mercado de trabajo. Aunque no sea un hecho unívoco, por lo general, los inmigrantes que se reciben son trabajadores no cualificados, y ello hace que se reduzcan los puestos de trabajo de los trabajadores domésticos con similar cualificación, al bajar los salarios. De ello se deriva un aumento de la desigualdad interna en los países de acogida. No obstante, la evidencia empírica muestra que, por lo general, existe una correlación positiva, a medio y largo plazo, entre inmigración y crecimiento económico, con efectos mixtos sobre el Estado del bienestar: tanto más positivos cuanto mayor es la cualificación y menor es la edad de los inmigrantes y tanto más negativos con las características contrarias.

Otro aspecto notable de la globalización es la libertad en el movimiento de capitales. En síntesis, puede decirse que si la misma se traduce en inversión directa a medio y largo plazo, sus efectos son muy positivos, mientras que si hablamos de inversiones puramente financieras a corto plazo, es muy probable que aumente la volatilidad y, en consecuencia, el riesgo de sufrir crisis financieras que generen recesiones.

La globalización tiene muchos más aspectos positivos que negativos, que también los tiene. Y, sobre todo, se trata de un proceso irreversible que, eso sí, debería ser mejor gobernado por los poderes públicos, a través de la política económica. No se puede dejar la globalización al albur del mercado. Hay que hacer, a través de políticas fiscales y sociales, que los ganadores de la globalización compensen a los perdedores de la misma, y en ese caso, sí podríamos decir que el fenómeno puede considerarse óptimo, en el sentido de Pareto.

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