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Y llegó nuestra hora de la verdad

Y llegó nuestra hora de la verdad

Hace años que pienso, con alivio, que la mía es una de las generaciones de españoles más privilegiadas de la Historia, sino la que más. Los que nacimos a mediados de los sesenta del siglo pasado hemos vivido un progreso casi continuo. Nos dio tiempo, diez años en mi caso, a convivir con el régimen de Franco, lo que nos permitió hacernos una idea más que aproximada de lo que implica vivir en una dictadura e inmunizarnos contra los nostálgicos que ahora empiezan a proliferar. A diferencia de nuestros padres y sus predecesores, no habíamos tenido que soportar la mayor de las iniquidades que provocan hombres y mujeres: la guerra (y la consiguiente postguerra), una furia de destrucción de la que muy pocas generaciones antes que la nuestra se han librado. Hagan un repaso y tendrán dificultades para encontrar un excepción en el pasado.

Le vimos las orejas al lobo durante la Gran Recesión, una crisis propiciada por otro de los grandes pecados capitales de la humanidad: la codicia. Pero, mal que bien, la superamos. De hecho, hasta el pasado marzo, las preocupaciones económicas en general se resumían en la magnitud de una inminente desaceleración y en los estropicios que provocaran Donald Trump y sus acólitos, todos ellos una constatación inequívoca en estos días del nivel medio de quienes les votaron.

Ahora, casi sin aviso, el mundo se ha parado por un factor ajeno a los hombres, lo cual es ya de por sí una novedad. Y estamos viviendo situaciones inimaginables. Nunca creí que nuestra hora de la verdad, si llegaba a padecerla, sería así, es decir por culpa de un virus. No llevamos ni dos meses de pandemia y las magnitudes del desastre son escalofriantes. Vemos y padecemos una pérdida de empleos -aunque sean temporales- histórica. Las calles desiertas. Los comercios cerrados y, lo impensable en España, los bares también. Toda nuestra vida ha dado un vuelco estremecedor.

Aunque el Estado ha puesto numerosos y necesarios paños calientes para paliar la destrucción, tengo la impresión de que solo atisbamos la magnitud de la tragedia por venir. A más de uno ya le he dicho que no es aconsejable hablar conmigo sobre el coronavirus, porque tiendo al pesimismo. Hemos entrado en la fase de la desescalada pero no creo que esa nueva normalidad de la que habla el Gobierno vaya a tener nada que ver con lo que muchos imaginan. No va a haber normalidad, sino una excepcionalidad de la que no saldremos hasta que haya vacuna o un tratamiento sólido. Y para eso aún queda bastante tiempo, según los expertos. Así que me temo que los sacrificios se van a extender mucho más allá de junio y tengo mis dudas de si el Estado mantendrá el músculo necesario para garantizar una supervivencia general, como ahora. Un día, pasearemos por el barrio y nos diremos: aquí había un bar y allí otro, y en aquella esquina una tienda de ropa... Y que se quede ahí el estropicio.

Pero esto es lo que nos ha tocado. Siempre nos quedará el consuelo de que la fiesta fue divertida mientras duró.

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