Jorge de Andrés ha preparado un menú temático con motivo del centenario de la inauguración de la exposición que Joaquín Sorolla preparó para la Hispanic Society of America. Acudí con cierta pereza a probarlo. Ando cansado de los discursos aprendidos con los que los cocineros intentan deslumbrar al comensal. Diríase que intentan ganarse en el comedor lo que no supieron conquistar en la cocina. Y salen y repiten con voz engolada un relato que ni es suyo ni conocen en profundidad. Acudí con pereza, sí, pero salí rendido ante la pasión y el conocimiento con el que Jorge de Andrés se enfrenta a su menú Sorolla. Jorge ha convivido durante dos años con la biografía y la obra del pintor valenciano hasta convertirlo en parte de su familia. Habla de él con una familiaridad pasmosa y un entusiasmo increíble. De él, de su mujer Clotilde y de todos sus coetáneos: el arquitecto Guastavino, el músico José Iturbi, el escritor Blasco Ibáñez, la soprano Lucrecia Bori, la cantante Concha Piquer… toda una generación de valencianos que conquistó con la cultura al mismo país (EEUU) que los venció con las armas apenas unos años atrás.

Salmonete de roca con romescu y patatas risoladas. Levante-emv

Me gustó la comida de Vertical, pero sobre todo, el relato. Cada paso, cada plato, viene acompañado de una evocación a la vida de Sorolla. Todo fluye con total naturalidad a través de una conversación en la que cocinero y comensales intercambian impresiones en torno al personaje. El eje vertebrador del menú son los 14 lienzos de la exposición. Sobre ellos se inspira Jorge para elaborar el plato. Como cada panel está dedicado a una zona de España es inevitable el recorrido por las cocinas regionales. Como cuando reinterpreta el potaje de vigilia andaluz ilustrándolo con unos callos de bacalao o cuando nos propone su particular versión del arròs en bledes. Pero hay más que eso. Hay una voluntad firme de trasladar al plato la idiosincracia de esa España diversa y plural que hervía de tensiones y contradicciones a principios del Siglo XX. Con cierta solemnidad, por ejemplo, reta en dos platos consecutivos a la España del claroscuro de Zuloaga y Unamuno, con la colorista y disfrutona de Sorolla y Blasco Ibáñez.

En ocasiones, solo un detalle del lienzo justifica todo un plato, pero en otras un minúsculo bocado resume el cuadro. Un ejemplo de esa habilidad para captar lo que se ve y lo que no se ve de esos lienzos es el plato dedicado a Sevilla. En él, Sorolla se ve obligado por Archer Hamilton Hamilton (el mecenas de este proyecto) a pintar una corrida de toros. Profundo antitaurino, Sorolla solucionó el envite pintando el momento del paseíllo y eludiendo así el sufrimiento animal. Jorge emula al pintor y asocia a ese lienzo un plato de carne, sin carne. En concreto un napicol lacado en una potente demi glace.

Potaje de vigilia, un plato dedicado al lienzo «Los nazarenos».

He escrito en numerosas ocasiones contra la teatralización del restaurante. Me he manifestado en contra de esa necesidad de generar un espectáculo que mantenga la sorpresa que ya no nos dan las recetas. Pero esto es otra cosa. Es acercar al cliente un personaje sobresaliente, como era Sorolla, a través de un menú sencillo y rico. Jugar con el cliente sin intimidarlo, sin ridículos fuegos de artificio, sin recurrir a la alquimia ni el trampantojo. Sólo con la invisible arma de la cultura.