Pepe Solla te rompe los esquemas. Enjuto y afilado, tiene el aspecto de un rockero que anda de vuelta de todo. Pero, en cuanto abre la boca, se descubre un tipo sensible y valiente que no duda en comprometerse con cualquier causa que le mueva la conciencia. Cuando te sientas en el comedor, sus platos continúan desmontando prejuicios. Diseña el menú de una manera aparentemente anárquica en la que platos dulces y salados se alternan sin orden aparente, al igual que pescados y carnes, aperitivos o principales. En realidad, el orden de ese menú está perfectamente pensado para que resulte más apetecible, como cuando en las bodas de los 80 nos ponían aquel sorbete de mandarina entre el pescado y la carne. Suena raro comerte un tatin de calabaza antes del rodaballo, o acabar el menú con unos percebes con caldo infusionado de sus uñas, pero lo cierto es que Pepe nos demuestra que romper el orden acostumbrado ayuda a hacer más llevadero un menú de 19 pases. Luego, en el plato, persisten sus libertades planteando una cocina marina en la que el producto acaba compartiendo protagonismo con salsas, caldos y guarniciones.

Bogavante asado con tartar de vaca y velo de grasa de ibérico Joselito Urban

Los pescados que Pepe Solla sirve en el restaurante no se parecen a los que he comido antes. Pepe carga toda la responsabilidad de esa calidad extrema en el método de pesca. Por supuesto la captura es selectiva, nunca de arrastre, y combina el ikejime con un desangrado en alta mar. El ikejime garantiza una muerte del animal sin sufrimiento. Se consigue anulando la espina dorsal del pescado evitando así el stress que genera la muerte. Desangrarlo en alta mar, con el corazón aún latiendo, hace que el deterioro de la carne (tan rápido habitualmente en los pescados) sea más lento y nos llegue con más frescura. El resultado, en mi caso, fue un rodaballo de carne blanca y sabor delicado que en nada me recordaba a los que he comido hasta ahora.

Tatin de calabaza, kefir de cabra , pipas de calabaza helado de zanahoria, naranja y calabaza Urban

Es habitual, en la cocina creativa, que el producto perezca en manos de una receta muy sofisticada. Solla tiene una habilidad especial para hacer que producto y creatividad convivan sin que uno amilane al otro. Despliega esa capacidad en la cococha, impecable, que sirve con un interesantísimo miso de garbanzos de seis meses de fermentación o en su manera de presentar el choco en una reinvención del guiso de sepia donde el cefalópodo no se ve, pero queda muy presente. Sólo la temperatura de los platos, siempre fríos, me generaba contradicciones. El clima húmedo de la Galicia rural reclamaba platos con más temperatura, al menos en alguno de ellos.

Percebes con caldo infusionado de sus uñas Urban

En el menú no sólo la cocina tiene importancia. Pan y vino se suman al festival plantando cara a platos tan importantes como el salmonete curado en agua de mar o su bogavante asado con tartar de vaca. Ese pan es de ‘Pan de Moa’, un obrador gallego que trabaja con una calidad increíble. Pepe lo compra semanalmente congelado y termina de cocerlo en el restaurante. En cuanto al vino, ofrece un maridaje dinámico que se adapta a los gustos del cliente. A mitad del menú ya había bebido un buen champagne, una manzanilla pasada, un riesling, dos borgoñas y un ribera. Buenos vinos todos que ya había probado en otros restaurantes. Pero bastó una insinuación para que el sumiller diera un giro hacia el vino local y me regalara una bonita colección de vinos gallegos para acabar el menú.

Pepe Solla cocina bien, plantea una propuesta interesante y destila una honestidad poco habitual en un oficio marcado por el postureo mediático. La experiencia vale la pena y tanto el AVE como las nuevas rutas aéreas han conseguido que Galicia sea ese rincón del mundo al que cuesta una vida llegar. Ahí lo dejo.