El chico de Aspe, parco en palabras y poco dado a darse importancia, llegó a Madrid y triunfó. Se llama Carlos Bosch y aterrizó con la intención de extender en la meseta el modelo de negocio que ya tenía consolidado en Alicante. Pero en apenas dos años se ha convertido en un personaje de la vida social madrileña.

Carlos Bosch

La idea de Carlos era multiplicar Manero por todo el país, empezando por la capital. Para cuando llegó a Madrid, él ya era un tipo conocido en los ambientes gastronómicos. Lo que había logrado en Alicante con Manero y El Portal hacía morir de envidia a sus colegas de profesión. Mientras otros cocineros daban ponencias en los congresos gastronómicos reproduciendo técnicas y recetas, él ocupaba esos mismos escenarios explicando que la sostenibilidad de un negocio se basa en su rentabilidad. También cuando de un restaurante se trata. Se había convertido en un ideólogo de la hostelería capaz de generar conceptos. De la misma manera que los cocineros se devanan los sesos pensando platos, él invierte meses, o incluso años, en generar un concepto. Piensa en el restaurante como un conjunto de alicientes que deben conjugarse para ofrecer una experiencia redonda al cliente. Distinta en cada espacio, personal y única. Un autor de conceptos al que muchos minusvaloraron cuando se peleaba por sacar adelante aquél Portal que no terminaba de arrancar y hoy es el socio al que todos confiarían la varita mágica de los beneficios.

Coca de salmón y caviar

Abrió Manero en la calle Claudio Coello de Madrid y el éxito fue tan espectacular que de inmediato se convirtió en el epicentro de la vida social madrileña. Madrid devora las novedades y aquel concepto nuevo, en el que comida, decoración y ambiente buscaban el glamour y la seducción, calló bien entre las élites. Y el chico de Aspe, que habla poco pero piensa mucho, se convirtió en apenas dos años en uno más de esos personajes populares que se saludan en las redes como si hubieran jugado juntos de críos a las canicas.

Aperitivo de bienvenida Urban

Aún andamos felicitando a Carlos por el éxito de su Manero madrileño y nos sorprende con una nueva apertura en el foro. Se llama Mar Mía y llega de la mano de dos socios que suman el prestigio gastronómico al proyecto. Uno es Rafa Zafra, propietario de Estimar (probablemente el mejor restaurante de producto que tiene hoy España). El otro es Luis Rodríguez, propietario de la arrocería Casa Elías. Con esos nombres parece clara la propuesta gastronómica: producto, brasas y arroz. Podríamos pensar que es un ejercicio de reunir en un mismo negocio los tópicos más de moda entre los foodies de postín. Pero quien ha comido allí sabe que es más que eso. Es la obsesión de Carlos por resumir en un sólo concepto lo mejor de su tierra: arroz y mar.

Gastronómicamente la propuesta no tiene fisuras. El producto es un espectáculo y la cocina, dirigida diligentemente por Jesús Castel, lo trata con tiento y serenidad. Comí un rodaballo que me pareció soberbio. Cocinado en las brasas, sólo aliñado con un agua que preparan con agua de mar, aceite, vinagre, ajo y coñac. Con ella rocían el pescado antes de pasarlo por las brasas. Ese rodaballo llegó en su punto exacto: terso y firme, evidenciando su calidad y su frescura. Sobrevivió, incluso, a la batalla despiadada que un camarero poco experto libró con él para intentar desespinarlo. El producto se complementa con los hijos del lujo y el glamour que tanto gustan a Carlos: el cangrejo real, las ostras… y el caviar. Comienza a ocurrir hoy con el caviar lo que pasaba hace tiempo con la trufa. Parece invitado a demasiados platos con la intención a veces de dar prestigio a un plato que no lo merece y otras a elevar un precio que la propuesta no vale. No es el caso en Mar Mía. Para empezar, porque el caviar que sirven aquí es de una calidad excepcional, para continuar porque cuando aparece las cantidades no resultan anecdótica. Para terminar, porque funciona muy bien con las recetas. Lo comí en un canapé como aperitivo y luego en una maravillosa coca cocida al momento sobre unas lonchas de salmón. Los arroces llevan el sello de Casa Elías. Potentes, contundentes y con una marcada presencia de azafrán. Sufren, eso sí, el vicio de las tendencias y se preparan demasiado finos dejando el borde con los granos rustidos en lugar de cocidos.

Pasará esa moda, pero la vamos a padecer un ratito más.