La foto de los seis mil aficionados que se sumaron a la marcha cívica del Centenario del Valencia CF deja una imagen multitudinaria, la de un club que con cien años de vida reafirma su condición de gran embajador internacional de la ciudad. La sensación desprendida de la festiva participación se correspondía con el eco que en redes sociales obtuvo el aniversario blanquinegro. La reacción de clubes de medio mundo, de jugadores en activo que recalaron en otros puertos, de leyendas y viejos rivales dibujaban la huella profunda que ha dejado el Valencia en muchos estadios y en el conjunto de la sociedad. Y el grado de identificación con el club se explicaba así, con la felicidad que despertaba leer cada una de esas felicitaciones.

La estampa de leyendas relevándose la pesada bandera de mano en mano llegaba a conmover, al conectar a distintas generaciones en un solo relato en un club del que tantas veces se ha reprochado su individualismo, su exceso lúdico, la urgencia competitiva y la memoria inmediata, tan acordes como la sociedad que le rodea. La mirada de los antiguos ídolos, con canas y arrugas, era distinta a la de sus imágenes de juventud, la de aquellos vencedores ahora con un barniz sepia. No era la mirada rabiosa de los títulos, sino más bien la de la emoción contenida de saberse parte de una obra colectiva en la que el éxito, ese delirio traicionero, es lo último que importa. «Me he dado cuenta de lo que pesa este escudo», pronunciaba Amedeo Carboni. Todos, con independencia de épocas y modas, eran reconocidos, abrazados y besados por los aficionados. Cobraba fuerza aquella frase de Pep Claramunt, en una entrevista en Levante-EMV, cuando desvelaba que la única trascendencia del fútbol «es que cuarenta años después de retirarte, la gente te agradezca que les hicieras felices». La gratitud era compartida.«Gracias por acordarte de mí», confesaba Paquito, titán de los años 60, cuando algunos aficionados les requerían fotografías «porque mi padre te admiraba».

Mario Alberto Kempes agarró la bandera, réplica de la de 1925, y avanzaba con el mismo paso veloz con la que dejaba atrás a los centrales del Madrid en la final de Copa de 1979. Unos cien metros después, cerca de Algirós y de la pista central de la Exposición Regional de 1909 que despertó la pasión en la ciudad por el «football», Marito entregaba el emblema a Juan Sánchez, el héroe ante el Leeds United en 2001. Y así sucesivamente. Saureta, el pibe inmortal Piojo, el último líbero Arias, el bombardero Guillot, el gran capitán del primer Valencia europeo Roberto Gil, Giner y Voro, inquebrantables en su servicio al club. Todos ellos seguidos por miles de aficionados y la discreción de los descendientes de los fundadores. Entre la multitud, el Centenario provocaba en cada seguidor una emoción particular, íntima e intransferible. Por mucho que la entidad regalase banderas para dotar a la celebración de una misma lógica estética con la que impactar a la posteridad, muchos aficionados acudieron con aquello que, para ellos y ellas, mejor representa el Valencia: la Senyera de la final de Heysel, la gorra heredada del abuelo, la primera camiseta con aquel patrocinador del que ya no te acordabas, la bufanda en la que ya se ha descolorido el nombre del club, pero que daba suerte desde que te fotografiaste con ella junto a Lubo Penev. Antes de los parlamentos y recepciones, bordeando la calle de Sant Vicent, cerca del Torino (que dejó de ser un bar para convertirse en un estado de ánimo), la mente del aficionado memorioso buscaba la fotografía de aquella primera marcha, en ese mismo tramo, en la bendición de la primera bandera, el domingo 21 de septiembre de 1924. Por entonces estaba todo por descubrir. Igual que en los próximos cien años.s