Entre todos los títulos del Valencia CF, ninguno alcanza el encanto irresistible de la Liga de 1971, de la que hoy se cumplen 50 años. Una Liga que es apetito y melancolía. Ansiada durante 24 años, desde el último «All Iron» de la delantera eléctrica. Y luego materia de nostalgia durante los 31 años posteriores, la inspiración de libros, de canciones. «La última liga», así conocimos las generaciones mestallistas posteriores un campeonato inextinguible en el relato oral. Por mucho que antes y después, tanto Waldo como Kempes conquistasen Europa, Sarrià sostuvo 55 años de historia y marcó la definición de los mejores valores, de honradez y cercanía, sobre los que deberá reafirmarse el actual Valencia para salir de su actual encrucijada.

El Valencia CF conquistó la cuarta Liga sin pedir permiso, que es la más sana de sus costumbres. Aquella plantilla de relevo generacional, con hijos de agricultores, pilotaris, forners y estudiantes de medicina con inquietudes políticas no era, ni de lejos, la favorita al título, pero creció como colectivo bajo la ambición descomunal de Alfredo Di Stéfano, técnico novel con 44 años, pero con la aureola fresca de haber sido el mejor futbolista del mundo. Pieza clave para introducir un fútbol vanguardista, suyo fue el invento del «falso 9». Todos atacaban, todos defendían, pero había un jugador al que la Saeta le concedía una gracia especial. «Vos sos la rosa de los vientos», le decía Di Stéfano a Pep Claramunt, el mejor jugador valenciano de todos los tiempos. Cada vez que había un partidillo en el entrenamiento, el entrenador argentino pedía que el fino centrocampista de Puçol, de 25 años, jugase con él. Era para Alfredo una manera de imaginar «cómo podríamos haber dominado el fútbol, querido, si hubiésemos llegado a coincidir». Pep llegó a romperse un dedo a mitad campeonato y Di Stéfano le obligó a infiltrarse sin darle respiro. Quería seguir viéndole con sus desplazamientos en largo, sus conducciones señoriales, sus disparos secos desde la frontal.

«Todo parece heroico cuando se evoca aquella Liga», retrata el escritor Rafa Lahuerta, nacido en aquel mismo año. En 16 de los 30 partidos, Abelardo mantuvo la portería a cero. En 11 de las 18 victorias del Valencia en esa temporada se lograron por la mínima, en partidos de entrega extrema resueltos en los últimos minutos, que multiplicaron la adhesión de los aficionados con su equipo y que convirtieron Mestalla en una caldera de tracas prohibidas y almohadillazos sobre el césped, ya fuera para expresar euforia o ira. Fue un triunfo de la colectividad, de la explotación máxima de los recursos con solo 41 goles a favor. Entre ellos el de Forment al Celta, el tanto más celebrado de la historia de Mestalla y que ha derivado en una celebración anual.

La convicción grupal que tumbó el favoritismo del Barcelona, Real Madrid, Atlético y Athletic se forjó en los almuerzos de tortilla de patatas y porrones de vino en el bar de Tomás de los Santos, al lado de Mestalla. En las raciones de sopa cubierta en los restaurantes de carretera de Motilla del Palancar, a mitad ruta de autocar. En las rutinarias sesiones de cine en el Apolo o el Princesa, en Madrid, haciendo tiempo antes de cenar de merluza o carne empanada del bar de la estación de Chamartín y partir de medianoche en literas de coche-cama hacia los estadios del norte.

A los méritos deportivos, la Liga de 1971 se agranda con el tiempo por su impacto icónico, en una sociedad en pleno cambio, como retrata Paco Gisbert en la obra «El niño de Di Stéfano». Es el campeonato con últimos desplazamientos, Zaragoza y sobre todo Sabadell y Barcelona, con éxodos masivos de aficionados con una estética inconfundible. Es una singular marea con un blanco muy nítido, el de las gorras, el de las banderas y pancartas hechas de sábanas con un sencillo escudo al centro. La blanca humareda de cada traca prohibida en Mestalla, la Nova Creu Alta o en el largo fin de semana de Sarrià. Era el limpio color blanco de medias, pantalón y camiseta, sin alardes creativos.

El equipo salido del pueblo y con alma canterana se fundió con el propio pueblo, con el regreso de Sarrià por carretera, a través de la antigua Nacional que atravesaba los municipios, con momentos de gran intensidad emocional al pasar por Almenara o Puçol, la casa de los hermanos Claramunt y Forment. Más de cuatro horas tardó el autocar en completar los últimos 100 kilómetros, antes de la apoteosis final en Mestalla.

La Liga del 71 fue la obra culminante del gerente Vicente Peris, que entró con 16 años en el club como chico de los recados, nada más acabar la guerra, y que durante cuatro décadas hiló con su conocimiento futbolístico y del entorno la cultura de club de Mestalla. Su repentina muerte, de un infarto en Mestalla, a los pocos meses, en febrero de 1972, cambió para siempre al Valencia CF. Aunque el legado, de alguna manera, no acabó de perderse, detectándose réplicas sísmicas como la de 2002, con otro bloque enladrillado en defensa y goles épicos, como el de Baraja al Espanyol en 2002.

Los jóvenes héroes del 71 son hoy la generación más golpeada y estigmatizada por la pandemia. Son los jugadores que tras su retirada volvieron a los campos de naranjas y horno familiar, que lamentan no poder festejar esta efeméride saliendo a saludar en un Mestalla lleno y con compañeros muy fastidiados de salud o que ya no están.

Pero su huella en el mestallismo es indeleble y la gratitud, eterna.