Néstor Ramírez

A lo largo de mi vida funcionarial me he visto en situaciones muy diversas, unas agradables y otras no tanto. Hoy les hablaré de un día en que pasé miedo del de verdad, por más que me lo tragara y aparentara una tranquilidad que no tenía ni por asomo.

Empiezo por ponerles en situación: En los últimos tiempos del franquismo se pensó montar un hipódromo en terrenos de la Dehesa del Saler, más o menos a la altura del acceso al Palmar si uno va de Valencia a Cullera por la carretera de la costa. Incluso llegaron a construirse unas caballerizas que fueron ocupadas por equinos y se instaló un camping de caravanas. Luego, al desistirse de urbanizar la Dehesa del Saler, se decidió demoler las caballerizas y eliminar el camping. Se siguieron los trámites administrativos pertinentes y se apuraron todos los plazos habidos y por haber antes de ordenarse el desalojo. ¿Creen ustedes que dueños de caballos y campistas agacharon sus cabezas como niños buenos y se dispusieron a obedecer a la autoridad municipal? Pues no. Muy al contrario. Anunciaron a quien quiso oírles, y pregonaron en prensa y radio, que estaban dispuestos a enrocarse donde estaban y desafiaron al Ayuntamiento a que se atreviera a echarlos, advirtiéndole que se disponían a impedirlo incluso por la fuerza.

El Ayuntamiento no se echó atrás y señaló día y hora para proceder al desalojo forzoso. Ellos tampoco dieron su brazo a torcer y repitieron que no respondían de lo que pudiera ocurrir si alguien se atrevía a acercarse por allí. Cuando llegó el día, la Alcaldía nombró una comisión de funcionarios que debía proceder al precintaje de las instalaciones, y allá que fuimos, como miembros de esa comisión, un ingeniero superior, un ingeniero técnico, dos policías locales y aquí, el que suscribe, como abogado de la Asesoría Jurídica municipal.

Nos estaban esperando. Alrededor de medio centenar de personas formaban piña en la entrada de las instalaciones y, lo peor de todo, allí estaban las cámaras de televisión valenciana dispuestas a no perder detalle de lo que ocurriera. Enfrente nosotros cinco tendríamos -imagino- un aspecto más bien desvalido.

No habíamos establecido previamente ningún plan y ninguno de nosotros tomaba la iniciativa. Los policías dijeron que ellos estaban para garantizar nuestra seguridad y no para dirigir el precintaje y los ingenieros, por primera vez en su vida y sin que sirviera de precedente, valoraron muchísimo más que la suya mi carrera de Derecho y opinaron que era yo y solo yo quien debía dirigir el pelotón suicida. No pude escurrirme aunque lo hubiera hecho con mucho gusto. Tragué saliva, carraspeé, dije: "Vamos para adentro", y los campistas se apartaron y nos dejaron paso franco. Nos dirigimos entonces a una especie de chamizo que se utilizaba como bar, nosotros delante y usuarios del camping, caballistas y cámaras de televisión, detrás. Allí nos detuvimos y los seguidores formaron corro en torno nuestro. Dije, ocultando el miedo, que en quince minutos se habían de desalojar los caballos y las personas y, cuando esperaba que se organizara el dos de mayo, me encontré con la sorpresa de que todos dijeran que bueno, que sí, que se iban. Y resulta que se fueron.

Nunca he entendido por qué se vino abajo la resistencia de los campistas. Quizá fuera la televisión o tal vez las personas normales respeten más de lo que creemos las decisiones de la autoridad municipal. Lo que es seguro es que yo no tuve ningún mérito en aquello, por más que presumiera durante unos días de un valor que no tuve.