Visitaba frecuentemente Torrente —hoy Torrent— no ya en mi juventud, sino en mi niñez. No olvidaré que en la primera mitad de la década de los cuarenta, cuando mi abuelo materno, Rafael Lorente Lario, era médico de aquella población —entonces, pueblo— pasaba muchos días en su casa, con él y con mi abuela, Julia Mir Palau, y varios de sus hijos que todavía estaban solteros —Antonio, Luis, Pablo y Mario—; dos más estaban casados: mi madre, Julia, y su hermano Rafael; el octavo, Lorenzo, había muerto pocos años antes en el frente de Aranjuez.

Pero vamos a lo que era Torrente en aquellos tiempos, y que este comentarista recuerda con emoción. Menos de diez mil habitantes —¡y ahora es la localidad más poblada de la provincia, después de Valencia!—; curiosamente, sólo tenía un agente de la Policía Municipal, el célebre Amador, cuya hija, del mismo apellido, ha figurado en cargos políticos ya en esta democracia. Solamente recordamos dos farmacias, una en la calle Sagra y otra contigua al entonces Ayuntamiento —hoy la Casa Consistorial tiene un edificio espléndido—. En las reboticas se entablaban curiosas tertulias, a las que el abuelo llevaba a éste entonces chiquillo, que era capaz de mantenerse paciente mientras hablaban el boticario, otros médicos —Germán Ferrer, que sería más tarde suegro de Antonio Mingote, don José, y algún maestro, Federico Maicas—.

Esta era la sencillez de un pueblo, al que accedíamos desde Valencia en el tranvía número 22. Tomábamos dichos vehículos junto a las Torres de Quart —entonces, «de Cuarte»— y veníamos a tardar prácticamente una hora —a veces, más— en llegar hasta la que llamábamos «plaza de los tranvías». La larga trayectoria se debía a que existía solamente vía única, para ida y regreso, por lo que en cada trecho había un apartadero, donde un convoy esperaba al que venía en dirección el de regreso, y muchas veces la parada se hacía larguísima.

Pasaba aquel tranvía por varias poblaciones —Mislata, Xirivella, aún «Chirivella» entonces, Alaquás, que era «Alacuás»—, y curiosamente vimos, tiempo después, cómo en el trayecto apareció una renovada urbanización de viviendas solamente de planta baja, y que socarronamente los vecinos bautizaron como «Chirinova». También había a la izquierda de la carretera en sentido de salida, unos pequeños chalets propiedad o alquilados por familias circenses que allí pasaban sus temporadas sin actividad; así, había rótulos que decían «Hermanos Riquelme» o «Hermanos Cape». También se podía llegar en el «trenet», pero la estación, más allá del cine Cervantes, quedaba un poco apartada del caso urbano. Los abuelos vivían —y este muchacho les acompañaba en vacaciones escolares y fines de semana— en la calle de Ramón y Cajal, conocida como subida a la ermita; era una casa de piso y azotea, propiedad de las religiosas del asilo de Santa Elena. Allí tenían las habitaciones, comedor, cocina y hasta la clínica donde el doctor Lorente atendía a sus pacientes. Los actualmente mayores de sesenta años probablemente le recordarán, pues incluso alguno de ellos pudo ser traído al mundo por la intervención de este médico.

La hoy Avinguda del Vedat, entonces rotulada «Avenida de los Mártires», prácticamente casi no existía, pues estaba en su arranque. Aún recordamos cuando se construyó e inauguró el Cine Montecarlo, que fue una gran novedad porque ofrecía por primera vez en Torrente una sala con aire acondicionado, ya que los empresarios eran industriales que acababan de arrancar en tales aparatos. El Vedat estaba muy distanciado del casco urbano, y apenas era lugar de residencia, pues casi todas las casas eran dedicadas a vacaciones. En fin, unos recuerdos que los veteranos de la población aún recordarán. Y que quien esto firma mantiene muy vivos en la memoria.