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La trastienda

El atasco interminable

El atasco interminable

El tráfico, los atascos y sus consecuencias son fenómenos que deberíamos estudiar concienzudamente. Si algo hay que nos saque de nuestras casillas es, precisamente, enfrentarnos a este tipo de colapsos que se antojan interminables. Duro es cuando nos cogen por sorpresa, pero resultan curiosas nuestras reacciones incluso cuando de antemano sabemos que va a ocurrir, y, pese a eso, no somos capaces de controlar nuestros nervios. Valencia, como gran urbe que es, está continuamente sometida a este fenómeno, aunque nos libramos de lejos si nos comparamos a otras ciudades con más población y extensión.

Nunca he comprendido por qué no se le busca solución al problema del cruce de Àusias March con Perís y Valero. Da para pensar si una rotonda no sería lo adecuado, aunque parece que la fiebre por estas vías pasó a mejor vida. Lo cierto es que es una situación demasiado habitual como para no encarar el conflicto. Si llegamos a este punto desde la Pista de Silla, antes, la rotonda de Los Anzuelos ya avisa de lo que llegará un poco más adelante.

Intrigante y estresante es el momento del giro a la izquierda para encarar el puente que nos llevará a la Avenida Giorgeta. Si es preocupante lo habitual de esta situación, también lo es la reacción de los que estamos a bordo de un coche en ese mismo momento. Justo cuando más tenemos que sacar a relucir la inteligencia que se supone tenemos es cuando peor nos comportamos, por actitudes y decisiones: coches absolutamente cruzados en diagonal haciendo la competencia a los que se han pasado, por las prisas, el semáforo de turno por el forro y no pueden avanzar ni adelante ni atrás, todo ello mezclado con exabruptos comentarios y el claxon de tantos vehículos a la vez que, lejos de ser una señal de aviso, se convierte en una estampa con sobreexposición de contaminación acústica.

Al menos podemos observar la Fuente Pública, más conocida como La Pantera Rosa. Muchas veces me quedo mirando la escultura, una de las más polémicas en cuanto a división de opiniones a favor o en contra de su bien estético. Poca gente la entendió, dicen, pero lo cierto es que es ya un símbolo de la ciudad. Cumplió en 2014 treinta años de vida pública, con cambio de color incluido, y aunque nunca simpaticé con ella ni con la zona, con todos mis respetos a Miquel Navarro y toda la historia y prestigio que pesan a su espalda, es cierto que se ha convertido en un monumento destacado del sur de Valencia.

Cierto es que su aspecto mejoró tras la única restauración a la que fue sometida, incluso el nuevo color rosa favorece al original. Hace pocos días, y mirándola fijamente una vez más, me preguntaba qué pensaría, si pudiera hacerlo, este alto monumento al ver continuamente cómo una gran cantidad de humanos somos incapaces de ponernos de acuerdo, ni siquiera con señales regladas y homologadas que nos indican claramente lo que hacer. Ni con esas.

Una vez retomado el camino, vuelvo a pensar en el problema que desde hace décadas tiene el cruce, en qué solución puede ser la adecuada si es que la hay, y, sobre todo, en nuestro absurdo comportamiento ante algo tan usual y típico en una ciudad como son los atascos. Cómo somos.

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