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La denominación de la ciudad

«Valéncia», cúspide del autoodio

En la tradición «acentuatoria» valenciana el acento siempre ha sido cerrado. «València» distorsiona la realidad

«Valéncia», cúspide del autoodio

«Valéncia» ha sido descartada como forma correcta en beneficio de «València». Nos llamamos de una manera, pero lo escribiremos de otra. La esquizofrenia histórica e histérica de nuestro territorio se concreta en este contrasentido contra el que nadie, aparte de los cuatro doctos valencianistas, ha protestado. Es el primer caso europeo en que una sociedad reniega de si misma en algo tan esencial como el nombre, prefiriendo una pronunciación extraña antes que la propia. Es como si España adoptara como nombre oficial «Spain» o «London» se rebautizara legalmente como «Londres». En este caso la diferencia es de un acento, pero concretamente es «nuestro» acento, el acento cerrado que se usa en todo el dominio lingüístico valenciano, sin excepción.

Los argumentos de la Academia Valenciana de la Lengua son tan absurdos como los que usó Manuel Sanchis Guarner hace sesenta años: «Se escribe abierta pero se pronuncia cerrada». ¿Y por qué no se puede escribir el acento cerrado si realmente se pronuncia cerrado? Es una pronunciación común en las tres provincias valencianas, en Tarragona, en Lleida y hasta en los Pirineos, en Valencia de Aneu. Además, así se ha pronunciado siempre. No hay documentación en contra de esto en más de dos mil años de existencia de la palabra latina «Valentia» y en toda su evolución. Donde no se pronuncia cerrado es en Barcelona, y no se puede herir las susceptibilidades de la metrópoli. Esta es la verdadera razón del «acentocidio», que la lengua unificada no puede contrariar las decisiones de la capital.

El informe académico distorsiona la realidad. En la tradición «acentuatoria» valenciana el acento siempre ha sido cerrado. Carlos Ros, en su «Pràctica per a escriure ab perfecció la Llengua Valenciana» de 1736 deja Valencia con su «e» cerrada. Igual grafía Josep Nebot en 1896 en sus apuntes gramaticales, y el Pare Lluís Fullana en las «Normas Ortográficas» de 1914 que se votaron democráticamente en un «aplec» de escritores y literatos, cosa de que no pueden presumir las normas de 1932, redactadas bajo el deslumbramiento fabriano y por tanto ajustadas a la fonética de Barcelona, no la de Valencia. Naturalmente que la gran mayoría de la producción impresa pone «València». Toda esa producción se ha editado en Cataluña o bajo el patrocinio de iniciativas catalanas. La producción valenciana siempre ha sido mínima.Una reivindicación contundente de «Valéncia» no se produjo hasta 1977, fecha de la publicación del libro «En defensa de la Llengua Valenciana» por Miquel Adlert Noguerol, autor que exigía el reconocimiento fonético y la rectificación de aquel error persistente.

Cuando la Academia de Cultura Valenciana presenta sus primeras normas, abarrotadas de acentos gráficos, la palabra «Valéncia» ya se oficializa como tal. El problema es que al poco tiempo decidieron desde aquella casa suprimir todos los acentos gráficos y no fue hasta su recuperación que volvimos a ver el «Valéncia» con tilde cerrada. Esto permitió un período de coexistencia que fue muy cómodo para los políticos reinantes, especialmente para la coalición del Partido Popular y Unión Valenciana en el ayuntamiento. No necesitaron pronunciarse sobre la controversia porque el «Valencia» sin acento gráfico coincidía tanto en valenciano como en castellano.

En al ámbito universitario empezaron también a aparecer estudios que corroboraban la corrección del «Valéncia» como los de Abelard Saragossà o Emili Casanova. Los cuatro puntos sobre los que se sustentaba esta defensa del «Valéncia» desde el «unitarismo» eran la pronunciación general de los usuarios, la evolución interna del idioma, la aproximación de la lengua oral a la lengua escrita y el factor emotivo, que a nuestro parecer es el más importante. Si somos capaces de renunciar a nuestro nombre es que previamente ya hemos renunciado a todo.

La Academia Valenciana se creó con la excusa de defender nuestros particularismo, y su misión debiera ser hablar de igual a igual con el Institut d'Estudis Catalans para hacer llegar unos criterios propios. El problema es que el Institut se cree amo absoluto de la «llengua única» y esta soberbia, unida al servilismo que priva por estos lares, impide que una impronta valenciana sea marcada con rotundidad. Hace poco, por ejemplo, en noviembre de este mismo año, el Institut ha lanzado una modificación unilateral de varios criterios ortográficos en su nueva «Gramàtica de la Llengua Catalana» que sustituirá como oficial a la «Gramàtica Catalana» de Fabra de 1918. No nos consta que hayan preguntado nada a la Academia Valenciana, a la que consideran una entidad fantasma y hasta molesta. Ellos dictan la norma, y aquí nadie se atreve a rechistar.

El sector valencianista de la Real Academia Valenciana, por otra parte, vive una situación agónica y acosada. Nadie les reconoce ni les pregunta, y sólo pretenden de ellos que se arrodillen a cambio de algunas limosnas. La Academia Valenciana de la Lengua nació con el mandato de unir a los dos sectores enfrentados, pero las recientes renovaciones han demostrado que aquella supuesta generosidad fue un embeleco. El «unitarismo» da la guerra por ganada y ya no otorga ninguna concesión, ni siquiera esta tan simbólica como hubiera sido la aceptación de «Valéncia», aunque sólo hubiera sido como forma alternativa. Imponen «València» con la ilógica «recomendación» de pronunciar «Valéncia» y con la secreta intención de que la forma escrita acabe desbancando en el uso social a la forma hablada.

Para colmo, no quedan Vinateas ni Palleters en la política activa. PP se inhibe; Ciudadanos solo se preocupa del castellano; PSOE tiene otras guerras y en Compromís nadie se atreve a aportar un poco de cordura, por miedo a que los califiquen de «blaveros». Estamos condenados a perder el nombre original, como hemos perdido bancos, empresas, agricultura e instituciones. Estos son los frutos del autoodio, del que la prohibición de «Valéncia» es su máxima cúspide.

Y para acabar este año 2016 con una pincelada más optimista, anotaré que la semana pasada nació una entidad cultural sorprendente. Se dedican a las artes escénicas y han mostrado un Carlo Goldoni espectacular en la sala Carolina de Valencia, bajo la dirección de Pablo Sanchis. En estos momentos de tanta apatía institucional, los artistas son la esperanza. Quizás sean los escritores del futuro los que, avergonzados de tanta renuncia, recuperen algún día la genuina «Valéncia».

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