Una calle con vida de pueblo en pleno centro de València

En el barrio más turístico de la ciudad se esconde un callejón sin salida que conserva, aunque cada vez menos, la estética y las costumbres de un pueblo. Las vecinas mayores estuvieron años sacando las sillas a la calle Cañete para echar sus partidas de cartas. Hablaban valenciano cuando nadie lo hacía y tejían redes cuando Ciutat Vella las destruía. Ahora que no están, los jóvenes intentan conservar su esencia, pero toca luchar contra un gigante: el turismo de masas

Pepe se cruza con un turista en su paseo matinal

Pepe se cruza con un turista en su paseo matinal / Germán Caballero

Claudio Moreno

Claudio Moreno

De haberse inspirado en València, la clásica introducción de Astérix y Obélix diría: «Estamos en el año 2024. Toda Ciutat Vella está ocupada por los turistas… ¿Toda? ¡No! Un callejón poblado por irreductibles valencianos resiste, todavía y como siempre, al invasor». La calle Cañete no es una aldea gala pero tiene algo de Goscinny y Uderzo en la estética costumbrista, la reivindicación de la tribu y la fe en el milagro –allí de la pócima, aquí del beato–. 

En pleno centro, con acceso desde la calle Quart, este vial sin salida conserva su aroma de pueblo semioculto en una de las zonas más turísticas de la ciudad. Uno entra por una bocacalle repleta de murales al estilo de Berlín y termina en un patio andaluz con arquitectura de casas bajas, bicicletas encadenadas en las ventanas y gente fregando las puertas de sus casas. Son 70 metros de trazado pero tienen hasta peña y fiesta propia. 

Ambas dedicadas al Beato Gaspar de Bono, un soldado del emperador Carlos metido a fraile tras caer gravemente herido en batalla. Buena parte de su vida la consagró a la contemplación y el rezo en la Orden de los Mínimos, cuyo nombre hace referencia a la humildad de los religiosos. La calle Cañete está sellada por la casa natal del beato, convertida hoy en altar. 

Sobre el 14 de julio, día de su muerte, más de un centenar de personas de la asociación El Clau –nacida como peña en 1933– se reúnen arregladas de domingo en torno a una mesa grande. Algunos son hijos de los antiguos residentes del callejón. Muchos proceden de la falla Quart i Palomar, antes sita en Cañete. El día grande de su «beatet» hacen sonar la dolçaina y el tabalet y sacan la imagen de Gaspar de Bono en procesión por las calles vecinas antes de devolverla a su morada, un bajo austero y lleno de fotografías en blanco y negro. 

La imagen del beato Gaspar de Bono en su casa natal

La imagen del beato Gaspar de Bono en su casa natal / Germán Caballero

En algunas aparece Pepe, el vecino de la puerta 16. Sus recuerdos también los revela en escala de grises. «Yo llevo 56 años viviendo en Cañete. Antes había dos clases sociales, los de corbata y los de gorra. En la oficina trabajaban Pascual, Miguel Pamblanco, José Alós. Y luego estaba gente como Vicente Llorens, empleado en la pintura de brocha gruesa. Aquí todo el mundo se llevaba bien», rememora uno de los veteranos del lugar. 

El callejón-pueblo, que según creen los oriundos tuvo salida en tiempos remotos al huerto de la Misericordia, también albergó varios negocios. La casa del beato fue un taller de zambombas pintadas a mano con diseño original. Y enfrente de Pepe montaron una hojalatería dedicada a manufacturar unos cajoncitos para el pan, de moda durante el tardofranquismo. Hace años una arquitecta de la Politécnica compró esa misma finca, la cerró y no volvió a aparecer por allí. 

Tampoco han vuelto las partidas al parchís y el 31 –un juego de cartas– de las mujeres mayores que sacaban la silla a la puerta mientras los nietos jugaban al fútbol en una de las pocas calles sin tráfico del Carmen. Era antes de la pandemia, no hace tanto, entonces su rutina ya era anacrónica y salir a la fresca sonaba menos como tradición castiza que como objeto de fascinación de chavales posmodernos. También en esto era y es un pueblo Cañete: queda perfecto en las fotos de Instagram. 

El mural de la entrada a la calle Cañete

El mural de la entrada a la calle Cañete / Germán Caballero

«Estás mujeres bajaban a jugar juntas, hablaban valenciano cuando nadie lo hacía y daban mucho ambiente a la calle», recuerda Teresa, esposa de Pepe. «Era una convivencia muy sana y algo de eso queda, pero ahora la gente joven va un poco más a la suya. Saludas y a veces ni contestan», lamenta la vecina con cierto pesar. Ocurre a veces que la mirada nostálgica esconde un halo reaccionario. Según ciertas tesis, más vale un pasado mítico que un futuro líquido. Nada de eso hay aquí. Se defiende la convivencia y el respeto porque lo contrario conduce al aislamiento y la trifulca. 

Borja tiene 36 años y tardó unos días en entenderlo. Llegó a Cañete a principios de 2016 a una casa distinta de la que habita hoy. «Lo que me pasó a mí resume un poco la esencia de la calle», introduce. «Entonces quedaba más gente mayor y todavía se juntaban para jugar. Cuando llegué me sorprendió algo: cada vez que salía de casa me preguntaban a dónde iba. Un día les tuve que decir, pues mira, señora, a por el butano. Me preguntaban dónde compraba el butano a esas horas. Que cómo iba tan tarde a hacer deporte. De todo. Al principio me pareció extraño pero luego lo entendí perfectamente», relata el vecino. 

Pepe Nevado posa junto a su casa

Pepe posa junto a su casa / Germán Caballero

«La casa en la que estaba viviendo se puso a la venta antes de que se cumpliera el año y las señoras me preguntaron, pero Borja, ¿tú quieres quedarte aquí? Se preocuparon por mí porque tenía buen trato con ella, las saludaba, les preguntaba cómo estaban, así que fueron ellas mismas quienes se pusieron en contacto con el propietario de un bajo vacío para que me lo alquilara», narra Borja sobre un cuidado mutuo convertido en dique instintivo contra la especulación.

La pandemia marcó un antes y un después para todos. También en el callejón. Los vecinos estrecharon vínculos intergeneracionales. Los hijos de las señoras llamaron a los jóvenes para pedirles que de vez en cuando vieran cómo estaban. Ellas siguieron con su rutina de juntarse en la calle para jugar a las cartas a la fresca y la Policía fue más de una vez para meterlas en casa. Las ancianas decían, «¡pero si Cañete es mi casa!». Entonces los jóvenes les explicaron que el confinamiento era por el bien de todos, y las mayores, por deferencia, apostaron por las timbas clandestinas dentro de sus hogares

Goyita es una de las veteranas del lugar

Goyita es una de las veteranas del lugar / Germán Caballero

Borja recuerda las tardes de cine con las mujeres viendo Ben-Hur con el proyector de su salón. O las fallas en las que apareció con su grupo percusión y las señoras se sumaron a la jarana. En cuanto le plantearon seguir viviendo en Cañete no se lo pensó, porque además en este afluente de la calle Quart también se ha quedado congelado en el tiempo el precio del alquiler. Él paga 400 euros, un precio que ha dejado de existir en el resto de la ciudad. Y procura mantener la calle alegre pese a las bajas de los últimos años. «Desde que llegué han fallecido tres personas. Los jóvenes que vinimos en aquellos tiempos aprendimos de ellas y entramos en las casas de unos y otros, nos juntamos en la calle, convivimos. Pero claro, últimamente ha ido llegando gente que no tiene tanto esa cultura. Aunque la esencia de pueblo no se ha perdido del todo, la edad media ha bajado muchísimo». 

Durante la visita de los dos periodistas y el fotoperiodista aparece de fondo y acompañada de su cuidadora otra histórica del lugar, Goyita, afincada en lo que un día fue la sede de la peña El Clau. Lleva más de 60 años viviendo en Cañete. Era de las que se sentaba a la mesa de las cartas y el parchís. Cuenta que algunas de sus compañeras están en residencias y otras simplemente ya no están. «Yo nací en el año 36 en Madrid. Entraron los soldados al hospital y dijeron a la gente, sálganse fuera que están bombardeando encima. Y mi madre contestó: ¿Perdón? Yo no me muevo de la cama, que tiren las bombas que quieran».

Llega el turismo

70 metros de adoquín da para mucha anécdota, pero cuesta mantener la atención. De fondo asoma más gente. Una pareja. Alguien en bici. Más parejas. El turismo ha encontrado uno de los secretos de València y lo ha hecho suyo. De hecho, la vieja fábrica de botas y toneles de la esquina ahora es una tienda de alquiler de bicicletas. Los visitantes llegan atraídos por los murales, se adentran seducidos por el pavimento y las macetas y al final del pintoresco camino descubren que no hay por dónde salir. «Nosotros los vemos desde el salón y nos reímos», reconoce Teresa.

Una pareja de turistas se adentra en la calle

Una pareja de turistas se adentra en la calle / Germán Caballero

También han llegado los pisos turísticos a este rincón de Ciutat Vella. De momento hay varios airbnbs, uno de ellos instalado en un bajo con el clásico cajetín para las llaves. La balanza censal sigue cayendo del lado de los vecinos estables, que son una quincena. Pero alguno teme ver a los inversores entrando en el callejón como termitas y arrasando con todo. Paradójicamente, los murales inspirados en Renau con toda su carga crítica son un imán para el turismo y los reportajes bienintencionados y dedicados al callejón tampoco ayudan a sacarlo del radar. 

La cuestión es que los vecinos quieren narrar su historia y están encantados de explayarse sobre el privilegio de vivir en esta «finca horizontal». Pepe, Teresa y Goyita se conocieron hace sesenta años en el pueblo de Ciutat Vella y ahí siguen, amparados por su beato y abiertos a los jóvenes que desean recoger su legado cultural. Fuera de Cañete se abre un barrio moderno, europeo, impersonal. Dentro de la aldea gala, aunque se les ha colado algún romano, unos cuantos irreductibles resisten todavía y como siempre al invasor.