Aún no son las seis de la mañana cuando Emilio sale de casa. Por la calle no se reconoce vida humana y sólo deambula a sus anchas el fuerte olor a material quemado que emana de los hornos de Antella, la pequeña localidad ribereña donde nace la Acequia Real del Júcar. Se dirige a su bar Sol, lugar de encuentro de la mayoría de los collidors de la localidad, y abre de forma puntual. Poco después empieza a llegar un goteo de agricultores que inician su jornada cuando aún no ha salido el sol, aunque, con total seguridad, empezarán a cobrar por sus horas mucho después. Cuando pasan algunos minutos de las siete de la mañana los trabajadores de la cuadrilla de Jose, la que recolecta naranja para el comercio Vicenta Ros de Vila-real, piden sus primeros cafés.

El cabeza de cuadrilla (El Cabo, como todos lo llaman incluso fuera de la jornada laboral) llega pasadas las siete y media, después de haber estado preparando con esmero la furgoneta donde se introducen la mayoría de los collidors, incluido Sigitas, un lituano que llegó a tierras valencianas hace ya doce años y que hoy es un antellense más. Su hijo sólo habla ya valenciano y él contesta en dicha lengua a pesar de que la inercia de sus compañeros les hace dirigirse a él en castellano. Su acento robusto le delata pero su interés por integrarse conmueve.

En el Bar Sol se quedan un buen número de agricultores (la mayoría del pueblo) que trabajan para Muñoz. Antes de llegar al huerto, se pasa por otro restaurante de Alberic donde les espera el camión de 540 cajas, conducido por el excancerbero del Valencia CF Juan Tapia. Hoy será el primer día que recolectarán navelinas, una de las variedades más grandes por la que cobrarán 1,3 euros por cajón. Hasta el momento se habían tenido que desplazar hasta localidades como Onda (una hora y media de camino) para coger un tipo de clementina llamada Pri 23, «una de las pocas que dan dinero aún», afirma uno de los responsables de la empresa desplazado para controlar la jornada laboral.

El huerto está situado en la partida de la Muntanya de Alberic, al lado de la urbanización San Cristóbal. Jose (hiperactivo durante toda la mañana en el control y la ayuda a sus trabajadores) dictamina pocos segundos después que el producto está mojado por el rocío y que habrá que esperar porque de lo contrario se corre el riesgo que se pudra. Son las primeras navelinas del año e irán directamente a la cámara de maduración para después enviarlas (una vez saquen el color y desarrollen azúcar) al exterior, casi con toda seguridad a Bélgica, destino prioritario de V. Ros.

Sigitas y tres compañeros más (dos de ellos de Bulgaria) empiezan a preparar los carros con los que trasladarán los cajones. En pocos segundos han desmontado una carretilla para volverla a construir con los defectos subsanados. Los demás bromean en un ambiente distendido mientras el olor agrio de algunas naranjas arrancadas se aúna con el continuo humo del tabaco consumido.

Maikel pone música en la furgoneta y el sol se anima a salir, permitiendo que el calor corporal aumente algún agradecido grado. «Esta és la millor quadrilla en la que es pot anar», afirma convencido Sigitas. Alrededor de una hora después (sesenta minutos perdidos salarialmente), El Cabo da el beneplácito para que se empiece a trabajar. Eso sí, insiste una y otra vez en que cojan las navelinas con color y eviten a toda costa las picadas por la mosca o el granizo. El Tío Pepe, el propietario del huerto, vigila desde el camino mientras los hombres se introducen en su huerto y encaran las hileras de naranjos por parejas. «Son la mayoría jóvenes y tienen muchas ganas de trabajar, por lo que el ritmo es muy bueno. Además, con el comercio estamos muy contentos», declara Jose.

A las nueve de la mañana ya pocos quedan con suéter y, en mangas de camisa, se desplazan con rapidez de unos árboles a otros. Salva, Jaume, Paco, Sergio o Álvaro son jóvenes pero experimentados, además de enormemente versátiles en cuanto al trabajo de campo se refiere. «En el mejor de los casos, el vendedor y amo del huerto cambiará el dinero sin obtener beneficio. Es decir, su cuenta, después de vender las naranjas, quedará a cero. Los agricultores valencianos somos la mayor ONG que existe porque damos de comer a mucha gente sin que obtengamos beneficios», explica el enviado de la empresa. En el caso de la cuadrilla de Jose, en esa jornada ganarán más por cajón recolectado que el Tío Pepe por vender dicha caja.

El ritmo es frenético y Sigitas corre arriba y abajo descargando cajones vacíos para que en poco segundos sus compañeros los llenen. A media mañana, el cabeza de cuadrilla grita de una punta a la otra del huerto llamando a sus collidors para avisarles de que es hora de almorzar. Es entonces cuando empiezan a cargar las cajas llenas sobre el camión. Los recipientes de alrededor de veinte kilos vuelan sin problema alguno para introducirse en un camión que van ordenando Maikel y Sergio. El almuerzo lo consumen en el mismo lugar de trabajo y confiesan que pocas veces recurren al bar para comer. Por ello, todos han traído un bocadillo que cogen de sus vehículos mientras debaten con Jaume cuánto y cuándo le tienen que pagar por haber sido él el que coge el coche todos los días.

Por los trabajos prestados cobran ahora cada mes, una modificación que dejó atrás las liquidaciones quincenales. Media hora después de empezar a almorzar ya están de nuevo camino de los naranjos y en alrededor de cuatro horas han llenado los 540 cajones del pequeño camión. A mediodía, los collidors han acabado la jornada ganando, cada uno de ellos, entre 40 y 50 euros.«A mí me gusta mucho lo que hago. Esta tarde iré al serrucho, a limpiar huertos. Mi idea es estar aquí muchos años», confiesa Sigitas mientras se dibuja una sonrisa cómplice en su rostro.