Después de una vida dedicado a la política, Francisco Camps se enfrenta desde el pasado lunes a su reto electoral más difícil. Acostumbrado a encadenar éxitos en las urnas, de lo que alardeó en su declaración judicial (con la anuencia del presidente del tribunal, Juan Climent, al que poco después le recordaría su pasada vinculación con una administración socialista), su futuro depende ahora de nueve votos: los de los miembros del jurado popular que le está juzgando junto a su otrora lugarteniente Ricardo Costa por dejarse agasajar con regalos por la trama corrupta Gürtel. Con siete argumentos de culpabilidad el exjefe del Consell descendería a los infiernos mientras que cinco de inocencia le salvarían de la quema, según establece la Ley del Jurado. Una jugarreta del destino para quien se jacta de tener más de un millón de votantes.

Cinco sesiones maratonianas han completado la primera semana de un juicio que el magistrado Climent había calculado que concluyera la víspera de Nochebuena, un plazo que se ha visto obligado a ampliar, aunque sin concretar hasta cuando, dada la treintena larga de testigos cuya comparecencia se ha tenido que ir posponiendo. Cuatro jornadas de vista oral (la primera se consumió en la elección del jurado) que han sido suficientes para oir a los dos acusados (ambos han negado los hechos aunque las escuchas han despejado toda duda sobre su relación con los cabecillas de la trama corrupta mientras las pruebas de que el exjefe del Consell pagó sus trajes siguen sin aparecer) y a una parte de los testigos. Entre ellos una de las consideradas claves para la acusación, quien se desdijo durante el interrogatorio echándole así un capote a Camps, y el exedil de Majadahonda padre del Gürtel que, por contra, mantuvo que Correa le había confesado que le pagaba los trajes al expresidente de la Generalitat y a su entonces número dos.

Objeto de deseo

Han bastado también estos días para comprobar las estrategias de las partes en un proceso en el que el jurado constituye el epicentro al que se dirigen todas miradas, el más claro objeto de deseo al que hay que seducir sabedores de que en sus manos está el desenlace final de este proceso.

Espoleados por esta razón de peso, la defensas, en especial la que Javier Boix ejerce en nombre de Camps, y acusaciones como la del letrado Virgilio Latorre, que representa a la acción popular, han logrado modular sus intervenciones hasta el punto de que, por momentos, más que una sala de vistas, bien podría ser el aula de una facultad de Derecho. La traslación de la terminología legal a un lenguaje más comprensible, aderezado con las explicaciones de algunos términos con cuyo significado podrían no estar muy familiarizados los miembros del jurado, es algo de agradecer no sólo por el tribunal sino por el público, no muy numeroso, y los periodistas que están siguiendo el juicio.

El hecho de que serán personas de la calle sin experiencia legal, y no jueces, quienes emitirán el veredicto, se deja sentir también en los aspectos en que acusaciones y defensas ponen más énfasis. Baste como ejemplo el celo que Boix empleó durante su informe preliminar en presentar a su cliente como una persona ejemplar que, como valor añadido máxime en tiempos de crisis, incluso carga como el apodo de «racanillo» por su tendencia a mirar la peseta. O como, también este mismo letrado, focalizó toda su artillería contra el exedil de Majadahonda que destapó el Gürtel para hacer calar en el jurado que no será de mucho crédito el testimonio de una persona que dijo ser amigo de Correa mientras le estaba grabando sin que él lo supiera, que va a programas de televisión o que fue capaz de montar un partido político (que ayudó a financiar el jefe de la trama) cuando aún era militante del PP. O cuando la fiscal Sabadell precisó que la Fiscalía no busca sólo la culpabilidad sino la legalidad. O como el letrado Latorre se esforzó en explicar que la acción popular es algo de toda la ciudadanía, no sólo del PSOE.

Todo esto y mucho más han escuchado esta semana los dos imputados cuyo cambio de ubicación en la sala (del banquillo de los acusados a la bancada donde se sientan sus abogados evitando así salir en la foto mientras se interrogaba a Correa y a Crespo) no ha logrado cambiar un semblante que a medida que avanza la vista se va tornando más sombrío.

Ni ciudadanos ni políticos

Con la misma fuerza que surgió, se esfumó. Lo que parecía que iba a ser una vista en la que la poca disponibilidad de la sala se iba a tener que disputar en un cuerpo a cuerpo (la policía colocó vallas y situó a agentes para evitar unas aglomeraciones que no se han producido) ha quedado, en su semana más fuerte, en un juicio cuyos seguidores en directo se han centrado casi exclusivamente en la familia y amigos de los imputados y los periodistas que cubrían la vista. La declaración de Camps, la de Costa o la de El Bigotes no levantaron más pasiones que las que hubiera provocado el testimonio de un acusado por hurto. Tampoco el partido ha arropado mucho con su presencia en este trance a sus colegas de militancia. Salvo excompañeros del Consell, como los diputados Mario Flores, Trini Miró o Belén Juste, sólo se han dejado caer por el TSJ Juan Cotino, Rafael Maluenda o Rafael Blasco, aunque en este caso dicen las malas lenguas que tal vez buscaba conocer el terreno por si tuviera que volver en el futuro.