Serafín Castellano (Benissanó, agosto de 1964) es uno de esos tipos que nunca se van y cada cierto tiempo vuelven. De esos actores a los que sin destacar por guapos ni por elegantes ni por la textura de su voz les llueven los rodajes. De esos mediocentros defensivos que son un tostón para la grada y una joya para cualquier entrenador de esos que prefiere ganar con un «písalo» antes que empatar con el jogo bonito. De los que hacen del orden su única arma. «Es muy seguro y disciplinado, raras veces falla y eso es muy importante en la pilota. Si pasa la cuerda es buena y el problema es del otro». Álvaro, el Rafa Nadal del «escala i corda», pintaba así el perfil como jugador de pelota valenciana de su íntimo amigo Serafín, con quien se ha estado lanzando piedras de 42 gramos forradas de vaqueta durante años.

Estos trazos de su retrato son una de las claves que explican que el nieto de Miquelet, trinqueter de Benissanó, llegara a ser un político de hoja perenne en el Consell y en esa multinacional llamada Partido Popular. Ese imperio que llevaba ya bastante tiempo en decadencia y aluminosis y el domingo se derrumbó con el mazazo que le asestaron las urnas.

Llegó a ser el hombre fuerte del partido. Para sobrevivir a cuatro presidentes (Zaplana, Olivas, Camps y Fabra) y estar en primera fila en 16 de los 20 años de régimen hay que estar adornado por la astucia, dotes para la navegación y la disciplina heredada de su tío materno, el sargento Gómez. Se afilió a AP en 1988 y en 1991, año IV antes de Zaplana, Castellano llegó a las Corts y a la alcaldía de Benissanó, que dejó en 1999 para entrar en el Consell. Más que mérito, fue un fenómeno sobrenatural para una figura política barnizada de mate y alérgica al brillo.

Para que Camps le mantuviera en el altar después de haber destacado como activista zaplanista recogiendo firmas entre los alcaldes de la resistencia anticampsista y de haber coordinado el plante de 20 diputados en las Corts en julio de 2004 hay que ser Serafín. Ha gestionado la Justicia, la Sanidad y la Gobernación, departamento que compilaba las asignaturas en las que este licenciado en Derecho se encuentra cómodo: identidad valenciana, desarrollo del Estatut, orden público e incendios. Tras la defunción de UV, en cuyo envenenamiento fue parte activa, siempre quiso representar la cara blasquista „de Vicente Blasco Ibáñez, no de Rafael Blasco„ de un partido al que ya no le ha rentado perseguir cada mañana a la izquierda arreándole bastonazos con el palo de la señera.

El escándalo Taroncher

Experiencia no le faltaba a quien como portavoz en las Corts cosechó su mayor logro: ser artífice, con el socialista Ignasi Pla, de la reforma del Estatut en 2006. La mayor sombra en su carrera apareció en forma de contratos a dedo desde el Consell a su amigo constructor José Miguel Pérez Taroncher. Se llevó unas 200 adjudicaciones. Poca cosa. La suerte se alió con Castellano y el asunto pareció una gota en el océano del escándalo al emerger en medio de la tormenta Gürtel.

Al poco de acabadas las elecciones, ha llegado el sepelio político de Serafín. Su tumba estaba cavada y en perfecto estado de revista. Lo fue contando este diario desde el 4 de agosto de 2013. Pero Mariano Rajoy no se dio por enterado cuando lo nombró delegado del Gobierno, tras la catástrofe de las pasadas europeas. Anticorrupción lo acaba de enterrar, abatido por la escopeta nacional, siempre mejorada en su versión regional.

Serafín ha muerto por su adicción extrema a la caza, a la carnicería con plumas, a pegar tiros con un «lacayo» encorbatado cargando la escopeta que se llama secretario. Y todo maridado con contratos irregulares millonarios y jabugo y regado con Moët Chandon. ¡Qué hostia, Rita, qué hostia!