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Patrimonio

Historia y silencio en las cartujas valencianas

De los cinco cenobios de la orden de San Bruno, siguen en pie el de Serra y el Puig, mientras que del de Altura apenas quedan restos

Cartuja de Portaceli, la primera y la única que aún está funcionando.

La conquista del Reino de Valencia tuvo un claro componente religioso. Junto a las tropas del rey Jaume I y los primeros repobladores, del norte llegaron también varias órdenes religiosas que otorgaron a la campaña bélica su sentido de «cruzada». Una de estas órdenes fue la de los cartujos, fundada en 1084 por San Bruno y que, con sus votos de pobreza extrema y silencio permanente, se introdujo desde Francia en la península ibérica a través de la Corona de Aragón con la fundación en 1163 del cenobio de Scala Dei en Tarragona.

Hasta finales del siglo XIV la vida cartujana no traspasó las fronteras castellanas. Por aquel entonces, en el paraje de Lullén, en el actual término de Serra, ya brillaba la cartuja de Portaceli, uno de los edificios religiosos valencianos más imponentes y de los pocos cenobios de la orden que siguen funcionando (con una comunidad de 19 monjes) casi de la misma forma que cuando lo fundó Fray Andreu d´Albalat (tercer obispo de Valencia y confesor de Jaume I) en 1272.

La de Portaceli fue la primera de las cinco cartujas que se han fundado en el antiguo Reino de Valencia. En 1385, el por entonces infante Martí, hijo de Pere IV, impulsó la cartuja de Valldecrist en Altura. En 1442 el rico hombre Jaume Perfeta fundó la cartuja de la Annunciata a una milla de las murallas de Valencia, en lo que actualmente seria el barrio de Marxalenes. En 1585, y en este caso una rica mujer, Elena Roig, impulsó en el Puig la cartuja de Ara Christi. Y en 1640 nacía la cartuja de Viaceli en Orihuela.

Ni la de Viaceli ni la de la Annunciata existen ya. De hecho, apenas duraron unos años. Más vida tuvo la de Valldecrist, sobre todo en sus inicios gracias a aquel infante, y después rey Martí l´Humà, que ya antes de obtener el trono había convencido a su padre para que concediera al monasterio el título de Fundación Real. El monarca y su mujer Maria de Luna dieron a la cartuja rentas, derechos y señoríos, aunque murieron sin verla acabada. La nueva dinastía de los Trastámara no le dispensó tanta atención a Valldecrist, aunque siguió creciendo hasta la Guerra de la Independencia, cuando las tropas napoleónicas usaron el edifico como caserna de la caballería del mariscal Millet. La desamortización de 1835 sirvió de puntilla para el monumento, del que hoy sólo resiste la iglesia de San Martín, la Mayor y los tres lienzos de la portada y los laterales. Sus piedras se pueden encontrar en algunos inmuebles de los pueblos cercanos, y sus riquezas se guardan en museos, incluido el Metropolitano de Nueva York.

A ese museo de Manhattan tendrá que viajar quien quiera ver la tabla central del retablo de la capilla de San Miguel, de la cartuja de Portaceli. Una investigación reciente del historiador Francisco Fuster Serra revela que el cenobio de Serra apenas conserva el 10 % de las obras que lo convirtieron en uno de los focos espirituales y artísticos más importantes de Europa. El resto se puede encontrar en el Prado, San Pio V o la Hispanic Society. Portaceli fue residencia de reyes, papas y personajes tan influyentes como Bonifaci Ferrer. A diferencia del monasterio de Altura, el de Serra siguió beneficiándose del favor de distintas dinastías reales y sólo su posicionamiento «maulet» durante la Guerra de Sucesión debilitó su importancia.

Cuando se fundó en el siglo XVI, Ara Christi del Puig intentó hacerle competencia a su hermana mayor de Portaceli. Diversas herencias fueron ampliando su tamaño e importancia, y también se convirtió en foco artístico cuando acogió la primera muestra de decoración esgrafiada de Valencia. Pero en su caso, también la exclaustración ordenada en el siglo XIX inició una decadencia que duró hasta la década de los 90 del pasado siglo. Ahora, lo que fue un edificio marcado por el silencio está marcado por el bullicio de bodas y fiestas de postín. Al menos sigue en pie y con buen aspecto, como demuestran los 17 millones en que varias inmobiliarias tasan su valor a espaldas, al parecer, de sus actuales propietarios.

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