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El padre Bruno (I)

Un escolapio plantó la senyera en América

Nacido en Teruel, dirigió el seminario de Godelleta y la Escola Pia de Gandia y creó varias misiones en Nicaragua y Costa Rica

Un escolapio plantó la senyera en América

Apenas a ocho kilómetros de Teruel, en dirección a Zaragoza, encuentras la carretera a poniente que te llevará a las entrañas de la Serranía de Albarracín. Nos espera una larga recta antes de adentrarnos en el serpenteante cauce del Guadalaviar, que así se llama el Turia hasta acoger el caudal del Alfambra en la capital turolense. En Gea de Albarracín, puerta de la comarca, el viajero, gustosamente sorprendido, contemplará hermosas y cultivadas huertas, las primeras que amamantará un río que, nacido en la muela de San Juan, dará la espalda a poniente y optará por encararse en busca del mar de los fenicios, de los griegos, de los romanos, cartagineses, árabes€ El mar de la cultura y de la diversidad. Exhausto de generosidad, se abrazará placenteramente a él.

Toda la hermosura de la huerta valenciana, pensará el viajero, ha sido posible por el caprichoso destino de las aguas del Guadalaviar de los Montes Universales y del Alfambra de Peñarroya. Tierras que fueron de bereberes, y de cristianos navarros y aragoneses.

Discurren sus juveniles aguas entre tajos y arriesgados precipicios hasta llegar a la serena y resignada espera que penetra en la eternidad del mar. Todo llegó desde Aragón, libre, espontáneamente natural, sin espadas de muerte, sin mentiras. Sí, definitivamente los ríos son arterias de vida, médula espinal, cimiento de unidad de los pueblos que abrazan. Y el valenciano, agradecido, alzará un monumento escultórico que presidirá la plaza de la Mare de Déu.

Queda atrás Gea. El asfalto de curvas acariciará la espesura de los verdes álamos que, insaciables, y entre profundos cuchillos, se elevarán orgullosos en busca de la luz. Sobrepasado Albarracín, el viajero buscará la dirección de Royuela. Ya está muy cerca de Moscardón. Unos campos de rastrojos y un rebaño de ovejas se divisan en la hondonada. Restos de vida, pensará. A lo lejos, sobre un cerro, los recios muros de piedra de la iglesia. Allí, en su pila bautismal, fue bautizado en noviembre de 1907, Bruno Martínez Sacedo, hijo de Gabriel y de Teresa. Dedicó su vida a enseñar a los más pobres, a fundar escuelas para los indígenas centroamericanos en Nicaragua y Costa Rica. Muchos lo consideran un santo. Un santo mañico, valenciano y universal. Un pequeño gigante que necesitaba de tarimas para que se le viera en los púlpitos pero de generosa entrega, como generoso es el río que tantas veces cruzó desde su pueblo a Teruel; desde Teruel, donde fue ordenado, al seminario menor de Godelleta, para dirigir la formación de los jóvenes escolapios. Desde Godelleta a La Safor, para dirigir la Escola Pia gandiense; desde La Safor a Centroamérica. Nacido en las alturas de los Montes Universales, universal fue su recorrido vital. Su juventud en el este mediterráneo y su madurez en el poniente que cruza la mar océana. Allá donde iba, un terremoto de eficaz trabajo, unos sermones cargados de sensibilidad social, -«era un hombre siempre cercano a los trabajadores», nos dice un exalcalde de Godelleta, Fernando Zanón que le conoció personalmente; «siempre preocupado de que los hijos de aquella pobre gente estudiaran y progresaran», remarca.

El viajero accede a la Plaza Mayor de Moscardón. A saber si alguien de los que aquí residen recordará o habrá oído hablar del Padre Bruno.

Victoriano Murciano, octogenario, y Juan Pérez, recientemente jubilado como funcionario de Hacienda en València, observan sentados en un banco de cemento, a un extraño visitante que se presenta con toda la amabilidad de la que es capaz.

-Vengo en busca del Padre Bruno€

-Un poco tarde, me parece, contestará Victoriano.

-¿Le conoció usted?, pregunta el viajero.

-Cuando yo era un chaval él venía desde el convento de Godelleta a pasar las fiestas con su hermana y oficiaba la misa y el sermón del día de San Roque, en la ermita. Venía todos los años, hasta que se marchó a América, donde murió en un terremoto.

Juan me acompaña hasta su casa natalicia, que se conserva exactamente igual que cuando él vino al mundo. Una puerta pequeña con un cobertizo y un banco de piedras evidencian la humildad de su cuna. Allí, perdido entre helados vientos, nació, pobre entre los pobres, quien se convertiría en salvador de pobres, en manantial de esperanzas en las cálidas tierras caribeñas. Allí, en Nicaragua y Costa Rica plantaría para siempre, la «senyera» valenciana.

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